Capítulo III El Derecho de la Administración Europea
Sumario:
- I. El Derecho de la Administración europea
- II. Fuentes del Derecho de la Administración europea
- 1. Derecho originario
- 1.1. Los Tratados
- 1.2. La Carta de Derechos
Fundamentales de la Unión Europea
- 1.3. Los principios generales del
Derecho
- 1.3.1. Principio
de legalidad
- 1.3.2. Principio
de tutela judicial efectiva
- 1.3.3. Principio
de proporcionalidad
- 1.3.4. Principio
de igualdad
- 1.3.5. Principio
de seguridad jurídica y de confianza legítima
- 1.3.6. Principio
de transparencia. El derecho de acceso a los documentos de la
Administración Europea
- 1.3.7. Principio
de buena administración
- 1.3.8. El
principio de cautela
- 2. Derecho derivado
- 2.1. Tipos normativos
- 2.1.1. Reglamento
- 2.1.2. La
directiva como fuente del Derecho de la Administración Europea
- 2.1.3. Decisiones
- 2.2. Actos legislativos
- 2.3. Actos ejecutivos»
- 2.3.1. Actos
delegados
- A. Naturaleza de
la delegación: potestad normativa de naturaleza ejecutiva
- B. Instrumentos
jurídicos de la delegación
- C. Objeto:
elementos no esenciales de un acto legislativo
- D. Alcance y finalidad
de la delegación
- E. Condiciones
de la delegación
- 2.3.2. Actos de
ejecución
- 2.3.3. Actos
reglamentarios derivados directamente del Derecho originario
- 3. Acuerdos interinstitucionales
- 4. Instrumentos administrativos
- III. El Derecho a la buena administración como fundamento del Derecho
de la Administración europea
- 1. La «buena administración»: de
principio a derecho
- 2. Contenido del derecho a la buena
administración
- 3. Eficacia jurídica del derecho a la
buena administración
- Bibliografía básica
- Bibliografía complementaria
El Derecho de la Administración europea
regula la organización y el funcionamiento de la Administración europea en el
ejercicio de sus competencias de ejecución directa del Derecho Europeo, así
como las relaciones que entabla dicha Administración con los sujetos a los que
se aplica ese Derecho.
Este Derecho de la Administración
europea está integrado, en primer lugar, por el Derecho originario, formulado
positivamente en los Tratados y en la Carta de Derechos Fundamentales de la
Unión Europea y construido jurisprudencialmente en forma de principios
generales del Derecho. En particular, el derecho a la buena administración
constituye el fundamento material de la regulación que lleve a cabo
posteriormente el Legislador.
En efecto, el Derecho derivado, en
segundo lugar, es el que lleva a cabo la regulación jurídica del Derecho de la
Administración europea. Para ello se sirve de los tipos normativos que
eminentemente regulan con carácter general la organización y el funcionamiento
de la Administración europea, esto es, reglamentos y decisiones, caracterizados
por el alcance general inherente a los primeros y posible a las segundas. La
directiva, por su parte, presenta una peculiaridad intrínseca que,
aparentemente, la hace inidónea para regular la Administración europea, por
tener a los Estados miembros como destinatarios necesarios, si bien la
jurisprudencia no ha dejado de reconocer una virtualidad genuina en el ámbito
de la Administración europea (en particular, en relación con la Función Pública
europea y con los contratos públicos europeos, aunque potencialmente aplicable
a cualquier sector de actividad).
En este escalón del Derecho derivado,
los instrumentos normativos que regulan la Administración europea pueden ser
legislativos o ejecutivos. Estos últimos tienen una gran importancia, ya que
son adoptados por la propia Administración europea por delegación (actos
delegados: art. 290 TFUE) o por atribución legislativa (actos de ejecución:
art. 291 TFUE).
Singular y peculiar relevancia en sede
de ejecución revisten los instrumentos administrativos que adopta la
Administración europea en forma de Comunicaciones, Directrices, Guías, etc.,
jurídicamente no vinculantes, pero no por ello carentes de eficacia jurídica.
Los Tratados, evidentemente, no
contienen una regulación completa y exhaustiva de la Administración europea,
aunque sí que la mencionan como apoyo necesario de las Instituciones, órganos y
organismos de la Unión Europea (art. 298 TFUE). Sin embargo, del conjunto de
los Tratados podemos apreciar que aquella es tenida en cuenta no sólo en su
dimensión organizativa sino también en lo tocante a su régimen jurídico.
A) Desde el punto de vista organizativo,
la Administración europea se encuentra presente en los Tratados al sentar las
bases de la organización administrativa de las Instituciones y de algunos
órganos, pero también al prever sus competencias y potestades básicas.
En lo que respecta a la organización
administrativa de Instituciones y órganos establecidos por los Tratados, fuera
de disposiciones puntuales de evidente estructura interna (por ejemplo, el
Servicio Europeo de Acción Exterior o concretos Comités del Consejo), la
principal previsión establecida en los Tratados hace referencia al reconocimiento
de la potestad de autoorganización de las Instituciones y órganos primarios que
conforman la Administración europea. Esta potestad se manifiesta formalmente en
la capacidad autónoma de aquellas y aquellos para aprobar sus reglamentos
internos y materialmente en la configuración propia de sus estructuras
internas, en la gestión de su personal y en la ejecución del presupuesto de
funcionamiento asignado.
En lo tocante a las competencias de la
Administración europea, en cuanto que competencias de ejecución del Derecho
europeo, la atribución de aquellas es puntual en los Tratados (remitiéndose a
la configuración acabada que pueda llevar a cabo el legislador de Derecho
derivado), si bien sí fijan la premisa básica de atribución de competencias a
la Unión a partir de la cual actúa el Legislador europeo.
B) Los Tratados también incluyen
previsiones relativas al régimen jurídico de la Administración europea en tres
aspectos fundamentales.
En primer lugar, los Tratados han
procedido a la codificación de derechos y principios que normalmente habían
sido prefigurados por la jurisprudencia europea, pero añadiendo mandatos
concretos de articulación legislativa para la Administración europea. Pensemos
en los casos de los derechos de acceso a los documentos de la Administración
europea (art. 15 TFUE) o del derecho a la protección de datos de carácter
personal que obran en poder de aquella (art. 16 TFUE).
En segundo lugar, los Tratados atribuyen
determinadas potestades a la Administración europea para el ejercicio de sus
competencias. Además de concretas previsiones (como la posibilidad que se
reconoce a la Comisión de recabar informaciones o de realizar comprobaciones en
el art. 337 TFUE, posteriormente más articulada por el Legislador sectorial),
destaca la importante regulación de la potestad normativa que se atribuye a la
Administración europea: actos delegados para la Comisión; actos normativos de
ejecución en favor de la Comisión y excepcionalmente del Consejo; potestad
normativa de naturaleza ejecutiva derivada directamente de los Tratados en
favor de la Comisión, del Consejo y también del Banco Central Europeo.
En tercer lugar, los Tratados, de forma
asistemática y desperdigada, recogen puntuales previsiones sustantivas de gran
importancia para la Administración europea, no sólo porque significan bases
jurídicas explícitas para posteriores regulaciones de carácter administrativo
por parte del Legislador sino también porque establecen regulaciones
sustantivas que condicionan y determinan el Derecho Administrativo Europeo.
Baste citar algunas de ellas:
- la obligación de motivación de todos
los actos jurídicos de la Unión Europea (art. 296 TFUE);
- obligación de secreto (art. 339 TFUE);
- disposiciones sobre la ejecución
forzosa de los actos jurídicos europeos (art. 299 TFUE);
- atribución de personalidad jurídica a
la Unión, que actúa a través de las Instituciones (art. 335 TFUE);
- régimen básico de la responsabilidad
extra contractual y contractual de la Unión (art. 340 TFUE);
- regulación de la función estadística
(art. 338 TFUE)
- entrada en vigor de los actos no
legislativos, normativos e individuales (art. 297.2 TFUE).
De gran importancia para el Derecho
Administrativo Europeo son dos ámbitos muy específicos pero fecundos para la
construcción de aquel: la ejecución presupuestaria (art. 317 TFUE) y la Función
Pública de la Unión Europea (art. 336 TFUE).
Singular relevancia para las relaciones
entre las personas físicas o jurídicas o los Estados y la Administración
europea tienen los derechos fundamentales. El reconocimiento y eficacia de los
derechos fundamentales, que los Tribunales europeos llevaron a cabo al
interpretar y aplicar el Derecho europeo, tuvo una especial virtualidad en
aquellos ámbitos de actuación donde la relación jurídica entre la
Administración y las personas físicas y jurídicas es más intensa, como es el
caso respectivo de la Función Pública europea y del Derecho europeo de la
Competencia. Así lo prueban formulaciones de derechos tan trascendentales como
el de igualdad o el de audiencia.
No obstante, las limitaciones inherentes
a la construcción pretoriana de los derechos fundamentales en el Ordenamiento
jurídico europeo han sido superadas mediante la redacción, primero,
proclamación, después, y otorgamiento de eficacia jurídica, finalmente, de la
Carta Europea de Derechos Fundamentales de la Unión Europea. En ella no sólo se
han codificado derechos ya reconocidos jurisprudencialmente en el Derecho
europeo y que tienen una gran trascendencia para regular las relaciones entre
las personas y la Administración europea (por ejemplo, el derecho a la tutela
judicial efectiva) sino que también ha formulado un nuevo derecho de singular
importancia para el Derecho Administrativo Europeo, como es el derecho a la
buena administración, cuyos contornos formales y sus contenidos materiales lo
erigen en el principal fundamento para la construcción legal de dicho Derecho,
tal y como estudiaremos más adelante.
Los principios generales del Derecho
constituyen un elemento fundamental del Derecho Europeo y han sido elaborados
jurisprudencialmente por los Tribunales europeos sobre la base de criterios de
progresividad y funcionalidad. El primero apunta «hacia el mayor equilibrio
posible entre las prerrogativas de un poder público cuya intervención se
presenta como necesaria en aras del interés general, y la libertas del
ciudadano, con su esfera intocable de autonomía, que debe contar con
suficientes garantías frente a potenciales excesos del poder público». El
carácter funcional, por su parte, «supone considerar que el principio tiene
como destino un ordenamiento jurídico específico, el comunitario, en una
relación dialéctica en la que aquel debe demostrar su aptitud para entrar en el
ordenamiento jurídico comunitario y éste su aptitud para recibirlo» ( Alonso
García).
Estos principios generales del Derecho
Europeo actúan, de entrada, en relación con la distribución de competencias
entre la Unión y los Estados miembros, tal y como hemos visto respecto a los
principios de subsidiariedad y de proporcionalidad. Pero su mayor virtualidad
es informar las relaciones entre el Poder Público europeo (Legislativo,
Ejecutivo o Administración europea) y las personas físicas o jurídicas. De ahí
su relevancia en el seno del Derecho que regula la actividad de la
Administración europea, es decir, del Derecho Administrativo Europeo, por lo
que resulta imprescindible una presentación de esos principios.
El principio de legalidad implica el
sometimiento de la Administración europea al Ordenamiento jurídico europeo en
todas sus facetas de actuación: normativa, aplicativa dictando actos
administrativos, celebrando contratos o ejecutando materialmente el Derecho europeo.
Una primera manifestación de este
principio es la exigencia de que la Administración europea actúe al amparo
claro de una norma europea que le atribuya no sólo la competencia sino que
también explicite las potestades que puede ejercer. Sin embargo, la vinculación
de la Administración europea al principio de legalidad se difumina al
encomendar a aquella la consecución de unos objetivos establecidos en los
Tratados y desarrollados por el Legislador.
El principio de legalidad no es sólo un
límite para la actuación de la Administración europea sino que también
constituye un formidable fundamento para esa actuación, como lo prueba la
presunción de legalidad de las normas y de los actos administrativos europeos,
que obligan al que los impugna a probar su ilegalidad.
Pero el principio de legalidad también
exige, como consecuencia, la necesidad de depurar todos los actos ilegales que
hayan sido dictados. Para ello, se reconoce a la Administración la potestad de
revisar de oficio sus propios actos viciados de ilegalidad y se amplían las
posibilidades de recurrir judicialmente esos actos, permitiendo incluso al
amparo de este principio que, en el seno de un procedimiento judicial nacional,
se cuestione mediante la excepción de ilegalidad los actos europeos de los que
traen causa los actos nacionales objeto del proceso en cuestión [ NachiEurope ,
15 febrero 2001 (C-239/00)].
Del principio de legalidad, como hemos
visto, se deriva necesariamente la posibilidad de controlar judicialmente
cualquier acto de la Administración que produzca efectos jurídicos. Para ello,
los Tribunales de Justicia no han dudado en ampliar la legitimación activa del
recurso de anulación y en flexibilizar el objeto del mismo.
Resulta ya clásico invocar la célebre
sentencia Los Verdes v. Parlamento , de 23 de abril de 1986 (294/83), donde el
Tribunal de Justicia afirmó que la Comunidad Europea es una comunidad de
Derecho y que el Tratado ha establecido un sistema completo de vías de recurso
y de procedimientos destinado a encomendar al Tribunal de Justicia el control
de legalidad de los actos de las instituciones. El sistema del Tratado consiste
en abrir un recurso directo contra todas las disposiciones adoptadas por las
instituciones que produzcan efectos jurídicos. En consecuencia, sobre estas
premisas, el Tribunal de Justicia concluyó que el recurso de anulación podía
dirigirse contra los actos del Parlamento Europeo llamados a producir efectos
jurídicos frente a terceros, a pesar de que la disposición del Tratado relativa
al recurso de anulación, en su versión entonces en vigor, sólo citaba los actos
del Consejo y de la Comisión. Pues una interpretación de dicho artículo en el
sentido de que los actos del Parlamento quedan excluidos de aquellos que pueden
ser impugnados conduciría a un resultado contrario al espíritu del Tratado.
A partir de aquí los Tribunales han
deducido el principio general de que es preciso que cualquier acto adoptado por
un órgano de la Unión destinado a producir efectos jurídicos frente a terceros,
pueda ser objeto de control judicial [ EvropaïkiDynamiki v. EMSA , 2 de marzo
de 2010, (T-70/05)], pues resultaría inaceptable que actos de órganos
expresamente no citados en la regulación del recurso de anulación pero que
producen efectos jurídicos potencialmente lesivos para los ciudadanos escapen a
todo control jurisdiccional [ Italia v. Comité Económico y Social , 31 marzo
2011 (T-117/08), donde se trataba de una convocatoria de vacantes para la
selección de nuevos funcionarios]. En última instancia, el actual artículo 263
señala ahora que los Tribunales europeos, además de los actos del Consejo, de
la Comisión y del Banco Central Europeo y de los actos del Parlamento Europeo y
del Consejo Europeo destinados a producir efectos jurídicos frente a terceros,
controlarán también «la legalidad de los actos de los órganos u organismos de
la Unión destinados a producir efectos jurídicos frente a terceros».
Ahora bien, el derecho a la tutela
judicial efectiva, entendido como principio general o como derecho reconocido
en la Carta, no puede llevar a los Tribunales europeos a relativizar o
flexibilizar los requisitos previstos en el Tratado para que los particulares
puedan interponer un recurso de anulación contra actos normativos, ya sean legislativos
o ejecutivos [ Comisión v. Jégo-Quéré , 1 abril 2004 (C-263/02P)].
El derecho a la tutela judicial efectiva
también se optimiza ampliando el alcance del control jurisdiccional sobre la
actuación de la Administración. En este sentido, los Tribunales hacen más
hincapié en aspectos formales y procedimentales (en particular, la obligación
de motivación y el derecho de audiencia) que sustantivos, pues reconocen a la
Administración una amplia discrecionalidad a la hora de tomar decisiones,
teniendo en cuenta en particular que su misión exige valorar en ocasiones
circunstancias económicas, técnicas y políticas complejas, ponderando una gran
multiplicidad de intereses.
Por otra parte, el control de la
legalidad de la actuación administrativa europea se reduce a declarar o no su
nulidad. Sin embargo, el alcance de ese control se amplía cuando el Tribunal
goza de plena jurisdicción, en particular en el caso de sanciones donde el
Tribunal puede suprimir, reducir o aumentar una multa impuesta. En efecto, «más
allá del mero control de legalidad, que sólo permite desestimar el recurso de
anulación o anular el acto impugnado, la competencia jurisdiccional plena de la
que dispone permite al juez de la Unión reformar el acto impugnado, incluso sin
anulación, teniendo en cuenta todas las circunstancias de hecho, para
modificar, por ejemplo, el importe de la multa impuesta» [ Arevae.a. y Alstom ,
3 marzo 2011 (T-117/07)].
Ya hemos visto la peculiar virtualidad
del principio de proporcionalidad a la hora de delimitar las competencias
ejecutivas de la Unión y de los Estados miembros en la medida en que informa la
actividad del Legislador europeo al configurar la ejecución de las normas
europeas, es decir, en el ámbito de la distribución de competencias ejecutivas.
Pero la genuina eficacia del principio de proporcionalidad tiene lugar en
relación con la regulación y, sobre todo, con el ejercicio de las potestades
ejecutivas del Derecho Europeo, de ahí que informe de manera muy intensa la
actividad de la Administración europea.
La funcionalidad de este principio lo
erige en un parámetro fundamental de la limitación, primero, y del control,
después, de la actuación de la Administración europea que pudiera ser lesiva
para los administrados europeos por afectar o limitar sus derechos o intereses
legítimos. En efecto, el principio de proporcionalidad exige que los actos de
las instituciones no rebasen los límites de lo que resulte apropiado y
necesario para conseguir el objetivo perseguido. Según un pronunciamiento clave
a este respecto, es necesario que las medidas adoptadas por la Administración
«sean apropiadas y necesarias para la consecución de los objetivos
legítimamente perseguidos con la normativa de que se trate, quedando claro que,
cuando deba elegirse entre varias medidas apropiadas, debe recurrirse a la
menos gravosa, y que las cargas impuestas no deben ser desmesuradas con
respecto a los objetivos perseguidos» [ Schrâder v. HauptzollamtGronau , 11
julio 1989 (265/87)].
Así, en el contexto del cálculo de las
multas, la gravedad de las infracciones debe determinarse en función de un gran
número de factores y no hay que atribuir a ninguno de estos factores una
importancia desproporcionada en relación con los demás elementos de apreciación.
El principio de proporcionalidad implica en este contexto que la Comisión debe
fijar la multa en proporción a los elementos tenidos en cuenta para apreciar la
gravedad de la infracción y, a este respecto, debe aplicar dichos elementos de
forma coherente y justificada objetivamente [ Jungbunzlauer v. Comisión , 27
septiembre 2006 (T-43/02)].
Pero este principio no sólo informa la
actividad sancionadora de la Administración europea, sino cualquier otra que
incida sobre la situación jurídica de los particulares. Por ejemplo, en el seno
de procedimientos relativos al Derecho de la Competencia, la Comisión no puede
exigir más información a una empresa que la estrictamente necesaria [ Slovak
Telekom v. Comisión , 22 marzo 2012 (T-458/09)].
El principio de igualdad de trato
constituye un principio general del Derecho de la Unión, consagrado por los
artículos 20 y 21 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea
[ Akzo Nobel Chemicals et AkcrosChemicals v. Comisión , 14 septiembre 2010
(C-550/07P)]. Dicho principio exige que no se traten de manera diferente
situaciones que son comparables y que situaciones diferentes no sean tratadas
de manera idéntica, salvo que este trato esté justificado objetivamente.
Para la Administración europea este
principio reviste una especial relevancia cuando aquella se quiere apartar del
criterio seguido por ella en anteriores decisiones, es decir, de los
precedentes administrativos. Así, la jurisprudencia ha señalado que la práctica
seguida anteriormente por la Comisión en sus decisiones no sirve en sí misma de
marco jurídico a las multas en materia de competencia, pues dicho marco es
únicamente el que se define en el Reglamento nº 1/2003 y en las Directrices.
Así pues, las decisiones relativas a otros asuntos únicamente tienen carácter
indicativo en lo referente a la existencia de discriminaciones, dado que es
poco probable que las circunstancias concretas de esos asuntos, como los
mercados, los productos, las empresas y los períodos considerados, sean
idénticas [ BritanniaAlloys&Chemicals v. Comisión , 7 junio 2007 (C76/06P)
o E.ON v. Comisión , 29 junio 2012 (T-360/09)].
Por lo demás, el principio de igualdad
debe conciliarse con el principio de legalidad, de manera que nadie pueda invocar,
en su beneficio, una ilegalidad cometida a favor de otro. Por ello, si una
empresa ha vulnerado el Derecho de Competencia no puede librarse de la sanción
que la Comisión le imponga con el argumento de que otras empresas no fueron
sancionadas [ Fresh del Monte Produce v. Comisión , 14 marzo 2013 (T-587/08)].
El principio de seguridad jurídica
forma, igualmente, parte del Ordenamiento jurídico europeo [ Deutsche
Milchkontore.a. v. Alemania , 21 septiembre 1983 (205-215/82)] y exige que todo
acto administrativo que produzca efectos jurídicos sea claro y preciso y sea
notificado al interesado de forma que éste pueda conocer con certeza el momento
a partir del cual el citado acto existe y comienza a surtir efectos jurídicos,
especialmente en lo relativo a la posibilidad de ejercitar los recursos
previstos por la ley [ Administration des douanes , 9 julio 1981 (169/80)];
Tagaras v. Tribunal de Justicia , 7 febrero 1991 (T-18/89).
Ya en relación con el principio de
confianza legítima , puede ser invocado por todo particular que se encuentre en
una situación de la que se desprenda que la Administración comunitaria le hizo
concebir esperanzas fundadas [ Van den Bergh en Jurgens y Van DijkFoodProducts
(Lopik) v. Comisión , 11 marzo 1987 (265/85)], debiendo puntualizarse que nadie
puede invocar la vulneración del citado principio a falta de garantías
precisas, incondicionales y concordantes, procedentes de fuentes autorizadas y
fiables, que le haya dado la Administración [ Kuwait Petroleume.a. v. Comisión
, 27 septiembre 2012 (T-370/06)]. No constituye, en cambio, medio apto para
generar tales garantías ni el silencio de la Administración [ Dm-DrogerieMarkt
v. OAMI , 9 septiembre 2011 (T-36/09)] ni declaraciones vagas que simplemente
«dejen entender» la posición de la Administracion [ Visa v. Comisión , 14 abril
2011 (T-461/07)].
Más aún, los Tribunales parten de la
base de la actitud prudente y diligente de las personas físicas y, sobre todo,
de las jurídicas que se encuentran sometidas a una legislación sectorial
determinada [por ejemplo, las empresas respecto al Derecho de la Competencia y
a las potestades que ejerce las Comisión en ejecución del mismo: NuovaAgricast
y Cofra v. Comisión , 14 octubre 2010 (C-67/09P)].
Recordando lo señalado sobre el
precedente administrativo al tratar el principio de igualdad, también en
relación con el principio de confianza legítima los Tribunales afirman que la
práctica seguida anteriormente por la Comisión en sus decisiones no sirve en sí
misma de marco jurídico a su actuación. Así, por ejemplo, en relación con las
multas en materia de competencia. El hecho de que la Comisión haya aplicado, en
el pasado, multas de cierto nivel a determinados tipos de infracciones no puede
privarla de la posibilidad de elevar dicho nivel, si ello resulta necesario
para garantizar la aplicación de la Política comunitaria de la competencia.
Además, los agentes económicos no pueden confiar legítimamente en que se
mantenga una situación existente que puede ser modificada por la Comisión en el
ejercicio de su facultad de apreciación [ Delacre y otros v. Comisión , 14
febrero 1990 (C350/88)]. En consecuencia, las empresas implicadas en un
procedimiento administrativo que pueda dar lugar a la imposición de una multa
no pueden invocar una confianza legítima en el hecho de que la Comisión no
sobrepasará el nivel de las multas que aplicaba con anterioridad [ Deltafina v.
Comisión , 8 septiembre 2010 (T-29/05)].
1.3.6. Principio de transparencia. El
derecho de acceso a los documentos de la Administración Europea
El principio de transparencia en el
funcionamiento de los Poderes Públicos europeos está vinculado en el Tratado a
la buena gobernanza y a la participación de la sociedad civil, previendo una
articulación legislativa del derecho de acceso a los documentos de las
Instituciones, órganos y organismos de la Unión, derecho que se reconoce a todo
ciudadano de la Unión y a toda persona física o jurídica que resida o tenga su
domicilio social en un Estado miembro (art. 15 TFUE).
El acto legislativo aprobado a tal
efecto fue el Reglamento (CE/ 1049/2001) del Parlamento Europeo y del Consejo,
de 30 de mayo de 2001, relativo al acceso del público a los documentos del
Parlamento Europeo, del Consejo y de la Comisión, en el que se prevé el
procedimiento de solicitud de acceso y las excepciones al derecho en función de
los intereses en juego.
La actividad administrativa de las
Instituciones, órganos y organismos no se ve exceptuada del derecho de acceso a
los documentos, si bien la jurisprudencia ha admitido que, a diferencia de los
supuestos en que las instituciones actúan en calidad de legislador, en los que
debe autorizarse un mayor acceso a los documentos [ Suecia y Turco v. Consejo ,
1 julio 2008 (C39/05 P y C52/05 P)], en el marco de unas funciones meramente
administrativas de la Comisión, el interés del público en que se le comunique
un documento en virtud de la obligación de transparencia –que tiene por objeto
permitir una participación más amplia de los ciudadanos en el proceso de toma
de decisiones y garantizar una mayor legitimidad, una mayor eficacia y una
mayor responsabilidad de la Administración con respecto a los ciudadanos en un
sistema democrático– no es el mismo cuando el documento concierne a un
procedimiento administrativo destinado a aplicar las normas de control de las
concentraciones o de Derecho de la competencia general que cuando se refiere a
un procedimiento en el que la institución de que se trate interviene en calidad
de legislador [ Éditions Jacob v. Comisión , 9 junio 2010 (T-237/05)]. No
obstante, ello no implica que cualquier documento generado en el seno de un
procedimiento encaminado a la elaboración de una propuesta legislativa deba
hacerse accesible al público antes de la formulación de dicha propuesta, pues
ello podría obstaculizar la actividad preparatoria de la Comisión en la que se
barajan diferentes opciones políticas y se analizan diversas fuentes de juicio
[ ClientEarth v. Comisión , 13 noviembre 2015 (T-424/14)].
Sobre el principio de buena
administración haremos un tratamiento más pormenorizado a partir de su mutación
en «derecho» a la buena administración, recogido en el art. 41 de la Carta de
Derechos Fundamentales. Pero sí interesa apuntar su virtualidad estricta de
principio, por cuanto constituye el punto de partida del citado derecho. Con
carácter general, el principio de buena administración viene a ser un criterio
conforme al cual la Administración debe ejercer sus potestades ejecutivas de
una manera favorable al ciudadano o administrado. Podemos ilustrarlo con
algunos ejemplos que fueron utilizados por la Convención al redactar la Carta.
En primer lugar, el asunto Burban v.
Parlamento [31 de marzo 1992 (C-255/90P)], donde se trató la omisión por un
candidato a promoción de incluir todos los certificados acreditativos de
méritos según exigía la convocatoria. La Administración no admitió dicha
solicitud por carecer de la documental necesaria, ante lo cual el interesado
invocó ante el Tribunal de Justicia el principio de buena administración y el
deber estatutario de solicitud de ésta hacia sus funcionarios al no haberle
advertido de la omisión y permitido subsanar el defecto. Sin embargo, el
Tribunal no acogió este argumento y dio por correcta la actuación de la
Administración del Parlamento Europeo, por lo que no deja de ser paradójica su
invocación por la Convención para justificar el derecho a la buena
administración. Aunque no fuera utilizada por dicha Convención, sí que el
Tribunal de Primera Instancia consideró contraria al principio de buena
administración la actuación de un Comité evaluador en el seno de un
procedimiento de contratación que no se dirigió a un licitador para que
aclarase la ambigüedad de su oferta, ambigüedad por la que de hecho fue
excluido, y ello a pesar de que las Instrucciones a los licitadores otorgaban
esa posibilidad discrecional al Comité de dirigirse a los licitadores en el
caso de que la documentación que presentaran adoleciera de defectos o precisara
aclaraciones [ Tideland v. Comisión , 27 septiembre 2002 (T-211/02)].
Más relevancia presenta otra de las
sentencias mencionadas por la Convención: New Europe Consulting y otros , [9 de
julio de 1999 (T-231/97)]. En el marco de la ejecución del Programa PHARE, se
produce una denuncia de las autoridades nacionales de un Estado ante la
Comisión sobre la capacidad financiera y técnica de una empresa gestora (New
Europe Consulting – NEC). La reacción de la Comisión fue enviar un fax a varios
Estados desaconsejando la contratación de la empresa NEC, ante lo cual esta
empresa denuncia a la Comisión ante el Tribunal de Primera Instancia por, entre
otros motivos, vulneración del principio de buena administración. Para el
Tribunal, el principio de buena administración obliga a la Comisión a ponderar
los intereses contrapuestos y, concretamente, los de los particulares. Por lo
tanto, dicho principio imponía a la Comisión los mismos deberes de verificación
de los datos que pudieran incidir sobre el resultado, en la medida en que el
fax controvertido reprochaba a las partes demandantes graves irregularidades y
habría podido acarrearles graves consecuencias económicas. Sin embargo, en un
cambio dialéctico que podría pasar inadvertido en una lectura rápida, el
Tribunal de Primera Instancia pasa de argumentar sobre la base del principio de
buena administración a hacerlo sobre el respeto de los derechos de defensa en
todo procedimiento incoado contra una persona y que pueda terminar en un acto
que le sea lesivo, derecho de defensa que constituye un principio fundamental
del Derecho comunitario que debe garantizarse aun cuando no exista una
normativa relativa al procedimiento de que se trate. Dicho principio exige que
cualquier persona contra la que pueda adoptarse una decisión lesiva tenga la
posibilidad de expresar eficazmente su punto de vista sobre los elementos
considerados por la Comisión en su contra para fundamentar la decisión
controvertida.
La formulación del derecho a la buena
administración no ha hecho desaparecer el principio, que sigue siendo invocado
de forma autónoma por los administrados y por los Tribunales.
Recientemente, con motivo de crisis
relativas a la salud humana, a la seguridad alimentaria, a la protección de los
consumidores o al medio ambiente, se ha formulado un principio denominado «de
cautela», que ha sido recogido en los Tratados en las respectivas Políticas y
acogido igualmente por la Jurisprudencia. Para ésta, el principio de cautela
constituye un principio general del Derecho de la Unión, que impone a las
autoridades competentes la obligación de adoptar, en el marco preciso del
ejercicio de las competencias que les atribuye la normativa pertinente, las
medidas apropiadas con vistas a prevenir ciertos riesgos potenciales para la
salud pública, la seguridad y el medio ambiente, otorgando a las exigencias
ligadas a la protección de estos intereses primacía sobre los intereses
económicos [ Francia v. Comisión , 9 septiembre 2011 (T-257/07)].
Así, en el ámbito de la legislación
alimentaria, el principio de cautela permite la adopción de medidas
provisionales de gestión del riesgo para asegurar el nivel elevado de
protección de la salud en caso de que la evaluación de la información
disponible ponga de manifiesto la posibilidad de que haya efectos nocivos para
la salud pero siga existiendo incertidumbre científica (Reglamento 178/2002).
De este modo, el principio de cautela
permite a las instituciones, en tanto no se despeje la incertidumbre científica
sobre la existencia o el alcance de riesgos para la salud humana, adoptar
medidas de protección sin esperar a que se demuestre plenamente la realidad y
la gravedad de tales riesgos [ Reino Unido v. Comisión , 5 mayo 1998
(C-180/96), relativa a la crisis de las «vacas locas»] o a que los efectos
perjudiciales para la salud se hagan realidad [ Pfizer Animal Health v. Consejo
, 11 septiembre 2002 (T-13/99)]. En el marco del proceso que culmina con la
adopción por parte de una institución de medidas adecuadas para prevenir
determinados riesgos potenciales para la salud pública, la seguridad y el medio
ambiente con arreglo al principio de cautela, pueden distinguirse tres fases
sucesivas: en primer lugar, la identificación de los efectos potencialmente
negativos que pueda tener un fenómeno concreto, en segundo lugar, la evaluación
de los riesgos para la salud pública, la seguridad y el medio ambiente
asociados a ese fenómeno y, en tercer lugar, cuando los riesgos potenciales
identificados rebasan el umbral de lo que resulta aceptable para la sociedad,
la gestión del riesgo mediante la adopción de medidas de protección adecuadas.
En un principio, de los actos jurídicos
previstos en el Ordenamiento europeo, sólo reglamentos y directivas tendrían
una estructura intrínsecamente normativa, en virtud de su alcance general y por
su capacidad de innovar y de incorporarse a dicho Ordenamiento. Sin embargo,
por su aptitud para regular la Administración europea, el instrumento normativo
por excelencia sería sin duda alguna el reglamento, toda vez que las Directivas
se conciben como destinadas a los Estados, no obstante lo cual la jurisprudencia
ha reconocido una eficacia peculiar y excepcional de éstas respecto a las
Instituciones, órganos y organismos europeos.
Por último, aunque las decisiones se
caracterizarían por sus destinatarios y, en consecuencia, se conciben como
actos singulares de aplicación concreta de normas previas, la jurisprudencia no
dejó de apreciar su carácter normativo cuando tenía un alcance general, cosa
que su definición en el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea reconoce
indirectamente.
El reglamento es un acto jurídico
europeo de carácter fundamentalmente normativo, aplicable a categorías
consideradas en abstracto y en su conjunto y no a destinatarios determinados,
designados o identificables [ Confédérationnationale des producteurs de fruits
et légumese.a. v. Consejo , 14 diciembre 1962 (16 y 17/62)].
Desde la perspectiva institucional y
orgánica europea, el Reglamento es el instrumento normativo por excelencia para
establecer el régimen jurídico de la Administración europea, pues por su estructura
interna y por sus efectos constituye una norma completa. Vincula,
efectivamente, a la Administración y puede crear directamente derechos y
obligaciones a los ciudadanos, sin necesidad de intervención normativa
complementaria alguna. Así lo confirma el hecho de que el propio Tratado
especifique que los actos legislativos mediante los cuales Parlamento y Consejo
establecerán el régimen jurídico de la Administración europea serán los
reglamentos (art. 298 TFUE).
En cuanto a su naturaleza legislativa o
ejecutiva, en la actualidad depende de su procedimiento de adopción: los
reglamentos aprobados conforme al procedimiento legislativo ordinario o a los
procedimientos legislativos especiales, tendrán carácter legislativo.
Por último, no confundir los conceptos
«reglamento» y «acto reglamentario». Éste último es utilizado por el art. 263
del TFUE, en el marco del recurso de anulación, para delimitar el objeto de la
legitimación activa de los particulares para recurrir cualquier acto de alcance
general que no sea legislativo, permitiendo la contraposición dicotómica «acto
legislativo» y «acto reglamentario».
La posibilidad de que un ciudadano
invoque una Directiva frente a una Institución, organismo u órgano de la Unión
Europea no resulta posible, si nos atenemos a las características intrínsecas
de este instrumento normativo del Ordenamiento jurídico de la Unión, en
particular el hecho de que sus destinatarios sean los Estados miembros, no, por
tanto, las Instituciones europeas ni las personas físicas o jurídicas,
independientemente, en este último caso, de que los esfuerzos de la
jurisprudencia hayan permitido el reconocimiento de determinada y limitada
eficacia a las directivas, pero siempre frente a los Estados miembros.
No obstante, también los Tribunales
europeos han superado las limitaciones del destinatario de la directivas para
reconocer que, en ciertos casos, los ciudadanos pueden invocarlas frente a las
Instituciones, órganos y organismos de la Unión, lo que en última instancia
supone el reconocimiento singular de que puedan regular las relaciones entre
los ciudadanos y el Poder Público europeo o, si se prefiere, la Administración
europea. No hay duda alguna de que poder ubicar a la Directiva europea como
norma que regule, siquiera indirectamente, las relaciones entre los ciudadanos
y la Administración europea resulta algo sumamente complejo y sorprendente, por
las propias características de este instrumento normativo europeo.
De ahí la importancia de la sentencia
del Tribunal de la Función Pública de la Unión Europea Aayhan v. Parlamento
Europeo , de 30 de abril de 2009, que parte, en todo caso, de la inadecuación
estructural de la directiva para regular las relaciones entre los ciudadanos y
la Administración europea. Por consiguiente, no se puede considerar que las
Directivas impongan, como tales, obligaciones a las Instituciones en sus
relaciones con los ciudadanos. Así pues, ni la Directiva crea obligaciones a la
Administración europea ni las personas físicas o jurídicas, en sus relaciones
con aquella, podrían invocar derechos basados en las disposiciones de las
Directivas.
Así, por ejemplo, en el asunto Rinke [9
septiembre 2003 (C25/02)], se planteó prejudicialmente al Tribunal de Justicia
la posible vulneración, por el propio Legislador europeo al aprobar otras
Directivas (sobre libre circulación de médicos), de la Directiva 76/207/CEE del
Consejo, de 9 de febrero de 1976, relativa a la aplicación del principio de
igualdad de trato entre hombres y mujeres en lo que se refiere al acceso al
empleo, a la formación y a la promoción profesionales, y a las condiciones de
trabajo. El Tribunal rechaza el planteamiento de colisión entre Directivas
negando que el Legislador europeo estuviera vinculado por aquellas en la medida
en que las Instituciones no son destinatarias de dichos actos. Pero también en
materia de contratos públicos celebrados por la Administración europea, el
Tribunal ha recordado que las Directivas de contratación no se aplican a las
Instituciones [ Belfass v. Consejo , 21 mayo 2008 (T-495/04) y
EvropaïkiDynamiki v. OEDT , 9 septiembre 2010 (T-63/06)]. Y, en materia de
Función Pública, como ahora veremos, el Tribunal de la Función Pública parte de
esta premisa teórica general, si bien admite tres posibles excepciones.
En efecto, los Tribunales han superado
esa premisa para considerar que la Directiva puede ser fuente del Derecho
Administrativo europeo en tres supuestos: primero, en cuanto que expresión de
un principio general del Derecho Europeo; segundo, por remisión de una norma de
Derecho Administrativo Europeo a una Directiva (como ocurre en materia de
contratación de la Administración europea); y, tercero, en virtud del principio
de cooperación leal, argumento que requiere una explicación un poco más
detallada.
El principio de cooperación leal fue
deducido por la jurisprudencia a partir del antiguo artículo 10 del Tratado de
la Comunidad Europea, el cual a priori se dirigía a los Estados miembros,
aunque bien podía considerarse extensión de la obligación de las Instituciones
de actuar desde su autonomía para la consecución de los objetivos fijados por
los Tratados que, en ocasiones, puede exigir la superación de dicha autonomía
institucional reductora para alcanzar interinstitucionalmente, en el ejercicio
recíproco de sus respectivas competencias, tales objetivos. Sea como fuera, la
jurisprudencia no dudó en extender la aplicación del citado artículo, primero,
a las Instituciones y después a las relaciones entre éstas. Y ahora, el
Tribunal de la Función Pública, extrae de dicho principio la consecuencia de
que «incumbe a las instituciones asegurar, en la medida de lo posible, la
coherencia entre su propia política interna y la acción legislativa que llevan
a cabo a escala comunitaria, en particular, destinada a los Estados miembros».
Por tanto, del principio de cooperación
leal se derivaría para la Instituciones el deber de que su actuación ad intra
sea congruente con su actuación ad extra: lo que la Unión Europea exige a los
Estados miembros en su acción legislativa a través de Directivas no puede ser
obviado por la propia Unión en su ámbito administrativo interno. Así, en el
ámbito de la Función Pública, «las instituciones deben tener en cuenta, en su
comportamiento como empleadores, las disposiciones legislativas que imponen
obligaciones mínimas destinadas a mejorar las condiciones de vida y de trabajo
de los trabajadores en los Estados miembros mediante una aproximación de las
legislaciones y prácticas nacionales y, en particular, la voluntad del
legislador comunitario de hacer de la estabilidad en el empleo un objetivo
preeminente en materia de relaciones laborales dentro de la Unión Europea» [
Aayhan v. Parlamento Europeo , de 30 de abril de 2009 (F-65/07)].
Y aunque el Tribunal de la Función
Pública rechaza, no obstante, que la Directiva pueda erigirse en parámetro de
legalidad de los actos legislativos de las Instituciones, sí afirma, a continuación,
la eficacia interpretativa de la Directiva respecto a la normativa
administrativa de la Unión Europea, sea de carácter legislativo o
administrativo: «Por lo que respecta especialmente al Acuerdo marco, que tiene
por objeto aproximar las legislaciones y prácticas nacionales estableciendo
prescripciones mínimas relativas al trabajo de duración determinada, incumbe,
por lo tanto, al Parlamento, con arreglo al deber de lealtad que pesa sobre él,
interpretar en la medida de lo posible las disposiciones del ROA a la luz de la
letra y la finalidad del Acuerdo marco para alcanzar el resultado perseguido
por éste».
Esta eficacia interpretativa de la
Directiva es reforzada por el Tribunal de la Función Pública con una
argumentación adicional: «En último lugar, las consecuencias que acaban de
extraerse de la obligación de lealtad derivan igualmente, en el caso de autos,
de una jurisprudencia reiterada según la cual, para la interpretación de una
disposición de Derecho comunitario, procede tener en cuenta no sólo el tenor
literal de ésta, sino también su contexto y los objetivos perseguidos por la
normativa de que forma parte, así como la totalidad de las disposiciones del
Derecho comunitario. Por lo tanto, queda excluido que una institución, al
aplicar e interpretar las disposiciones del ROA relativas a la duración de los
contratos, ignore las prescripciones mínimas sobre el trabajo de duración
determinada adoptadas a escala comunitaria». En consecuencia, el Tribunal
concluye que la Directiva 1999/70/CE y el Acuerdo marco sobre el trabajo de
duración determinada, que aquella tiene por objeto aplicar, «pueden ser
invocados por los demandantes contra el Parlamento a efectos de que las normas
del Estatuto y del Régimen aplicable a los Otros Agentes se interpreten, en la
medida de lo posible, conforme a las exigencias impuestas por el Acuerdo
marco».
Más tarde, en el asunto Scheefer v.
Parlamento Europeo , de 13 de abril de 2011 el Tribunal de la Función Pública
volverá a recurrir a la Directiva para interpretar el Régimen Aplicable a los
Otros Agentes. En este caso, un agente temporal del Parlamento había visto
renovado su contrato una primera vez por un tiempo determinado. Según el
Régimen Aplicable a los Otros Agentes, dicho contrato ya no podía volver a ser
renovado con una duración determinada, pudiendo ser renovado pero sólo con
duración indeterminada. El Parlamento procedió, en cambio, a anular la primera
renovación, volviendo a renovarle por una duración mayor, con lo que
consideraba que nunca se le había renovado. El Tribunal volvió a recordar que,
a pesar de que, en principio, una directiva, en cuanto tal, no vincula a las
Instituciones, «no se puede excluir que éstas estén obligadas a tenerlas en
cuenta de manera indirecta en sus relaciones con sus funcionarios agentes»,
pues «incumbe al Parlamento, conforme al deber de lealtad que pesa sobre él,
interpretar y aplicar, en la medida de lo posible, en su calidad de empleador,
las disposiciones del Régimen aplicable a los Otros Agentes a la luz del texto
y de la finalidad del Acuerdo-marco». Como consecuencia de todo ello, el
Tribunal consideró que esa actuación del Parlamento constituía un «artificio
que vaciaba materialmente el Régimen aplicable a los Otros Agentes», reputando
de ilegal tal proceder, para lo cual se apoya en las cláusulas del Acuerdo
marco sobre trabajo de duración determinada, recogido en la Directiva
1999/70/CE.
El Tribunal General, en sede de
casación, ha tenido la oportunidad de matizar la originalidad del argumento de
la aplicación de las Directivas a las Instituciones en virtud del principio de
cooperación leal. En efecto, en el asunto Adjemiane.a. v. Comisión , de 21 de
septiembre de 2011 el Tribunal General intenta reconducir la eficacia de las
Directivas respecto a las Instituciones en el ejercicio de sus competencias
legislativas o ejecutivas a la primera de las posibilidades admitidas por la
jurisprudencia: «que las normas o principios que dicha Directiva establezca o
se deriven de ella podrán ser invocados contra las referidas instituciones
cuando ellos mismos no sean más que la expresión específica de normas
fundamentales del Tratado CE y de principios generales que se imponen
directamente a las antedichas instituciones». De ahí pasa a recordar dos
principios fundamentales del Ordenamiento jurídico europeo: la aplicación
uniforme del Derecho y el sometimiento de todo sujeto de Derecho al principio
del respeto de la legalidad, lo que, obviamente, se extiende a las
Instituciones, órganos y organismos de la Unión. En consecuencia, los actos de
las Instituciones (o de la Administración europea) deberán interpretarse, en la
medida de lo posible, en el sentido de la aplicación uniforme del Derecho y de
su conformidad con los fines y las prescripciones de una Directiva, cuando unos
y otras sean, ellos mismos, expresión específica de normas fundamentales del
Tratado y de principios generales del Derecho que se imponen directamente a las
Instituciones (n. 57).
Podría parecer que de esta manera el
Tribunal General enmendaba ciertas veleidades del Tribunal de la Función
Pública, pero lo cierto es que la amplitud de la expresión «normas
fundamentales del Tratado» y el alcance impreciso en ocasiones de los
«principios generales del Derecho» permiten, de una u otra manera, reconducir
cualquier actividad legislativa que se plasme en una Directiva a cualquiera de
ellos. Así, en el caso de la Directiva 1999/70/CE, el propio Tribunal General
busca la fundamentación de la misma en la prohibición de abuso de Derecho,
legitimando la interpretación conforme con aquella que lleva a cabo el Tribunal
de la Función Pública respecto al Régimen aplicable a los otros Agentes. Pero
lo mismo cabría deducir de cualquier Directiva que potencialmente pudiera ser
invocada frente a la Administración europea, como las Directivas sobre
contratación (que articulan una norma fundamental del Tratado como es la
apertura de mercados y la igualdad de oportunidades) o sobre seguridad e
higiene en el trabajo (trascendiendo los estrictos límites del Estatuto de
funcionarios y aplicándose, por ello, a personal al servicio de la
Administración europeo no sometido a dicho Estatuto, como es el caso del Banco
Central Europeo o de determinadas Agencias).
De hecho, así lo confirma la Sentencia
del Tribunal de Justicia, reexaminando la de casación del Tribunal General
respecto a la instancia del Tribunal de la Función Pública, en el asunto
Comisión v. Strack , 19 septiembre 2013 [C-579/12RX-II]. El asunto versaba
sobre un funcionario que no había podido disfrutar de las vacaciones anuales
retribuidas durante el período de devengo de las mismas debido a una baja por
enfermedad de larga duración. El Estatuto de Funcionarios de la Unión Europea
no prevé esa situación, razón por la cual del Tribunal de la Función Pública
reconoció el derecho a disfrutar esas vacaciones por considerar que el Estatuto
debía ser interpretado y completado a la luz de la Directiva 2003/88/CE
relativa a determinados aspectos de la ordenación del tiempo del trabajo. El
Tribunal General casó la sentencia de instancia, por no considerar aplicable la
Directiva al caso concreto. Pero el Tribunal de Justicia señaló, de entrada,
que la Directiva en cuestión constituye la articulación de un objetivo de
política social recogido en el Tratado (protección de la seguridad y salud en el
trabajo) y, a continuación, que, en virtud del principio de interpretación
conforme con el Derecho primario de todo acto de la Unión, el Estatuto debía
ser interpretado y completado a la luz de la Directiva 2003/88. Más aún, la
Sentencia de reexamen llega a afirmar que el Tribunal General había vulnerado
la unidad y coherencia del Derecho de la Unión: la unidad, por desconocer el
derecho social a las vacaciones anuales retribuidas de cada trabajador, tal y
como lo recoge el art. 31.2 de la Carta de Derechos Fundamentales y según es
articulado por la Directiva en cuestión e interpretado por la jurisprudencia; y
la coherencia, porque la forma de articular el derecho de vacaciones
retribuidas por la Directiva contribuye directamente al objetivo del Tratado de
mejorar la protección de la saludad y de la seguridad de los trabajadores
(actualmente, arts. 153 TFUE), objetivo también aplicable a los funcionarios
europeos, también según la articulación llevada a cabo por la Directiva.
Aunque la naturaleza ordinaria de las
decisiones es la de venir a ser el acto individual de aplicación de la norma
(de ahí la normal designación de sus destinatarios), formalmente podía encubrir
auténticas normas. Esta naturaleza normativa de las decisiones ha sido finalmente
reconocida indirectamente en el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea,
al prever la posibilidad de decisiones que no designen destinatarios (art.
288).
Para la jurisprudencia, el criterio de
distinción entre un reglamento y una decisión se encuentra en el alcance
general o no del acto de que se trate. En efecto, un acto tiene alcance general
si se aplica a situaciones determinadas objetivamente y si produce efectos
jurídicos en relación con categorías de personas consideradas de forma general
y abstracta [ Veromar di TudiscoAlfio & Salvatore v. Comisión , 30
noviembre 2009 (T-313/08)].
Formalmente, los actos legislativos son
los que se adoptan a través de un procedimiento legislativo y que se
exteriorizan a través de cualquiera de los tipos normativos previstos en el
Tratado (Reglamento, Directiva, Decisión).
Materialmente, y de acuerdo con la
jurisprudencia, es propio de la función legislativa establecer «los elementos
esenciales de la materia a regular» [ Koster , 17 diciembre 1970 (22/70)], los
cuales tienen la finalidad de traducir las orientaciones fundamentales
posibilitadas por el Tratado o la atribución de derechos por el Ordenamiento
europeo [ ACF Chemiefarma , 15 julio 1970 (41/69)]. Se trata, pues, de opciones
políticas encauzadas jurídicamente por el Legislador y para lo cual goza de una
gran discrecionalidad.
Las normas esenciales de la materia de
que se trata deben adoptarse en un acto legislativo y no pueden ser objeto de
delegación [ Parlamento v. Comisión , 13 julio 1995 (C156/93) o Parlamento v.
Consejo , 6 mayo 2008 (C133/06)]. La cuestión de qué elementos de una materia
deben calificarse de esenciales no depende únicamente de la apreciación del
legislador de la Unión, sino que debe basarse en elementos objetivos que puedan
ser objeto de control jurisdiccional. A este respecto, procede tener en cuenta
las características y las particularidades del ámbito de que se trate [
Parlamento v. Consejo , 5 septiembre 2012 (C-355/10)].
Así, por ejemplo, una Decisión del
Consejo de 2010, por la que se completaba el Código de fronteras Schengen en lo
relativo a la vigilancia de las fronteras marítimas exteriores, atribuía
facultades coercitivas a los guardias de frontera (en concreto, detener,
abordar, registrar y apresar el buque, registrar y prender a las personas a
bordo del buque y conducir éste o a dichas personas a un tercer país y, de ese
modo, adoptar medidas coercitivas respecto de personas y buques que pueden
estar sujetos a la soberanía del Estado cuyo pabellón enarbolan. Para el
Tribunal de Justicia, tal regulación conlleva necesarias elecciones políticas que
entran en el ámbito de las responsabilidades propias del legislador de la
Unión, dado que implica una ponderación de los intereses divergentes en liza
sobre la base de apreciaciones múltiples. En función de las elecciones
políticas sobre las que se basa la adopción de dichas reglas, las facultades de
los guardias de fronteras pueden variar en una proporción considerable, ya que
su ejercicio puede estar supeditado a una autorización, a una obligación o a
una prohibición, como, por ejemplo, la de aplicar medidas coercitivas, utilizar
la fuerza de las armas o enviar las personas aprehendidas hacia un lugar
determinado. Por otra parte, dado que tales facultades se refieren a la
adopción de medidas respecto de buques, el ejercicio de dichas facultades puede
interferir, en función del alcance de éstas, en los derechos de soberanía de
terceros Estados según el pabellón enarbolado por la embarcación de que se
trate. De ese modo, la adopción de las citadas normas constituye una evolución
mayor en el seno del sistema del control de fronteras Schengen. Más aún, para
el Tribunal, unas disposiciones que otorgan poderes de autoridad pública a los
guardias de frontera, entre las que figuran el arresto de las personas
aprehendidas, el apresamiento del buque y el reenvío de las personas
aprehendidas hacia un lugar determinado, afectan de tal manera a los derechos
fundamentales de las personas implicadas que hace necesaria la intervención del
legislador de la Unión [ Parlamento v. Consejo , 5 septiembre 2012 (C-355/10)].
Evidentemente, el Derecho Administrativo
Europeo vendrá definido por actos legislativos que establezcan la organización
y el funcionamiento de las Instituciones, órganos y organismos que conforman la
Administración europea.
A) Desde una perspectiva general, no se
puede obviar el mandato que el art. 298 del TFUE hace al Legislador para que,
mediante reglamentos adoptados con arreglo al procedimiento legislativo
ordinario, establezca una «administración europea abierta, eficaz e
independiente» que apoye a las Instituciones, órganos y organismos de la Unión
en el cumplimiento de sus funciones. Se trata de una base jurídica novedosa en
los Tratados que permite o, incluso, obliga al Legislador europeo a construir
por fin una Legislación europea que regule, con carácter general, la
Administración europea en aspectos tan esenciales como su organización y
actividad (por ejemplo, procedimientos, actos administrativos, ejecución,
plazos, etc.). Esa base jurídica formal para el Derecho de la Administración
europea se complementaría con el fundamento material que proporciona el derecho
a la buena administración, recogido en el art. 41 de la Carta de Derechos
Fundamentales de la Unión Europea, tal y como más adelante explicaremos.
Como puede observarse, esa base jurídica
engloba orgánicamente sólo a la Administración europea, no por tanto a los
Estados miembros, que teóricamente siguen gozando de autonomía para ejecutar el
Derecho europeo, si bien en la práctica el Legislador europeo determina, cada
vez con más intensidad y alcance, aspectos fundamentales de esa ejecución
(órganos que los Estados deben establecer para llevar a cabo la aplicación de
la norma europea, características de esos órganos, criterios que deben aplicar
las Administraciones nacionales, regulación de sanciones para evitar
incumplimientos por los administrados, etc.). Pero, insistimos, el art. 298 no
permitiría una normativa general europea sobre la ejecución del Derecho europeo
por los Estados miembros, pues su ámbito de aplicación se limita formalmente a la
Administración europea (Instituciones, órganos y organismos de la Unión).
Hasta el momento, legislación europea
que regule aspectos generales de la organización y funcionamiento de la
Administración europea no ha faltado, si bien desde una perspectiva limitada,
como por ejemplo, cómputo de plazos; utilización de lenguas; protección de
datos; acceso a documentos; estructuras orgánicas personificadas; etc.
Por su trascendencia general, destaca el
Reglamento Financiero [actualmente el Reglamento (966/2012/UE)] que, pese al
componente de gasto que lo caracteriza, incluye regulaciones tan
trascendentales como las relativas a la organización administrativa, la
contratación administrativa o las subvenciones de la Administración europea.
Igualmente relevante para el Derecho Administrativo Europeo es el Estatuto de
Funcionarios pues, si bien constituye una regulación sectorial muy delimitada,
algunos aspectos se han desbordado a otros ámbitos del Derecho Administrativo
europeo (por ejemplo, principios generales alumbrados en su seno) o se erigen
en referencias interesantes para la construcción del Derecho Administrativo
Europeo (procedimientos administrativos, técnicas como el silencio
administrativo, los recursos administrativos, etc.).
B) Este Derecho Administrativo Europeo
General se completa con la regulación legislativa de los distintos sectores de
actividad de la Administración Europea. Es decir, la organización y régimen
jurídico singular de ejecución de cada Política europea. En este punto, el acto
legislativo, en primer lugar, debe configurar el reparto ejecutivo de cada
Política, distribuyendo las competencias ejecutivas entre los Estados y la
Administración europea: en el caso de los Estados, basta que el acto
legislativo calle para que la competencia ejecutiva permanezca en poder los
Estados, no obstante lo cual el acto legislativo suele incluir regulaciones
específicos de cómo los Estados deben ejecutar la legislación europea. Y, si el
acto legislativo pretende atribuir competencias ejecutivas a la Administración
europea, determinará si la ejecución requiere actos delegados, actos de
ejecución, estructuras administrativas singulares (Agencias, redes, foros,
etc.), procedimientos administrativos específicos, etc.
Aunque los Tratados utilizan la
categoría «actos legislativos», caracterizándola formal y materialmente como
hemos visto, carecen de un término para englobar el resto de actos. Sí dicen
expresamente que los actos delegados serán actos no legislativos de alcance general,
pero con ello no se cubren todas las posibilidades de actos normativos no
legislativos, no sólo porque los actos de ejecución también pueden ser
normativos sino también porque los Tratados otorgan excepcionalmente potestades
normativas directas que no se pueden reconducir ni a la categoría de los actos
delegados ni a la de los actos de ejecución.
Por su carácter no legislativo, formal y
materialmente, por su funcionalidad y por la autoridad que los aprueba, estas
normas bien se pueden calificar de « actos ejecutivos » o « normas ejecutivas
».
Por su parte, la jurisprudencia ha
considerado que la expresión « actos reglamentarios » –introducida por el
párrafo cuarto del art. 263 del TFUE para permitir el recurso por cualquier
persona contra actos de carácter general que la afecten directamente y que no
incluyan medidas de ejecución– viene a significar cualquier acto de carácter
general a excepción de los actos legislativos [ Microban International y
Microban (Europe) v. Comisión, 25 octubre 2011 (T-262/10) ; Inuit e.a. v.
Comisión , 3 octubre 2013 (C-583/11P); Cindu Chemicals BV e.a v. Agencia
Europea de Sustancias y Mezclas Químicas (ECHA) , 7 marzo 2013 (T-95/10)].
El Código ReNEUAL prefiere hablar de
«normas administrativas», descartando el término «acto reglamentario» (por
subyacer en él la idea de control judicial y por no reflejar adecuadamente los
efectos del acto) y la expresión «acto no legislativo de alcance general» (por
ser puramente formal en cuanto «definición en negativo”» de los actos legislativos).
Así, pues, actos ejecutivos o
reglamentarios, que formalmente revestirán la tipología de reglamentos,
directivas o decisiones y que podrán ser actos delegados, actos de ejecución o
actos normativos dictados directamente al amparo de una previsión directa del
Tratado.
El artículo 290 recoge el régimen
jurídico de los actos delegados. Heredero el precepto de los «Reglamentos
delegados» del Tratado Constitucional y del último procedimiento comitológico
de reglamentación con control, los «actos delegados» establecen elementos para
clarificar la función ejecutiva europea en el seno institucional de la Unión e,
indirectamente, para cualificar sustantivamente la función legislativa. La
novedad y trascendencia de este nuevo acto ejecutivo ha llevado a la Comisión a
publicar una Comunicación [ Aplicación del artículo 290 del Tratado de
Funcionamiento de la Unión Europea , Comunicación de la Comisión al Parlamento
Europeo y al Consejo, COM(2009)673 final, Bruselas, 9 de diciembre de 2009] en
la que realiza una interpretación unilateral del artículo 290 del TFUE, algunas
de cuyas conclusiones difícilmente serán compartidas por el Parlamento y el
Consejo, pero que sin duda alguna constituye un importante elemento
hermenéutico que hay que tener en cuenta, máxime cuando el propio Tribunal de
Justicia la ha reputado como una «fuente de inspiración útil» ( Parlamento v.
Comisión , 17 marzo 2016 (C-286/14), donde el propio Tribunal cita precedentes
parecidos de utilización de instrumentos similares, como Italia v. Comisión , 7
marzo 2002 (C-310/99), que versaba sobre Directrices de ayudas al empleo, o T
Mobile Czech Republic y Vodafone Czech Republic , 6 octubre 2015 (C 508/14),
donde se manejó la Comunicación de la Comisión relativa a la aplicación de las
normas de la Unión Europea en materia de ayudas estatales a las compensaciones
concedidas por la prestación de servicios de interés económico general].
Mayor trascendencia presenta el Acuerdo
común respecto a las modalidades prácticas para el uso de los actos delegados ,
al que llegaron Parlamento, Consejo y Comisión, el 4 de abril de 2011, si bien
se centra más en aspectos formales de colaboración interinstitucional.
Dos son los aspectos que van a
determinar conceptualmente la delegación que lleva a cabo el acto legislativo:
en primer lugar, el tipo de potestad objeto de la delegación (normativa o para
dictar actos singulares); y, en segundo lugar, la naturaleza legislativa o
ejecutiva de dicha potestad.
La potestad que el Legislador delega en
la Comisión tiene por objeto « poderes para adoptar actos no legislativos de
alcance general » (art. 290.1 TFUE). Por tanto, no se trata de la capacidad
para aprobar actos singulares de aplicación de los actos legislativos (que se
reconducirían, en su caso, a los actos de ejecución) sino para emanar
disposiciones de carácter general.
El segundo aspecto que es necesario
analizar es si esta potestad normativa que es objeto de la delegación tiene
carácter legislativo o más bien ejecutivo. Algunos autores han hablado de
«delegación legislativa» ( Ritleng), tanto porque es el Legislador quien delega
como porque los «actos de ejecución» (o sea, los actos de naturaleza ejecutiva)
se reconducen al artículo 291 TFUE. Otros autores, en cambio, consideran que
estamos en presencia de actos orgánicamente ejecutivos (en tanto que adoptados
por la Comisión) pero materialmente legislativos. Es decir, actos «cuasi
legislativos» ( Alonso García). En cualquier caso, partiendo de un estudio de
la literalidad del Tratado, queda claro que lo que la Comisión puede adoptar
por delegación formalmente son « actos no legislativos» y, materialmente,
quedan fuera del ámbito propio y exclusivo de la legislación (elementos
esenciales de un sector). En suma, actos normativos no legislativos, por tanto,
ejecutivos.
1) El acto «legislativo» delegante. El
Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea especifica muy claramente que la
delegación la debe realizar un «acto legislativo», cosa que no hace, como
veremos, con los actos de ejecución. Esta expresión de acto legislativo con el
Tratado de Lisboa cobra una significación también meridiana: « los actos
jurídicos que se adopten mediante procedimiento legislativo constituirán actos
legislativos » (art. 289.3 TFUE), definición que hace tras señalar la
existencia de un procedimiento legislativo ordinario (« adopción conjunta por
el Parlamento Europeo y el Consejo, a propuesta de la Comisión »: art. 289.1
TFUE) y de otros especiales (« en los casos específicos previstos por los
Tratados, la adopción de un reglamento, una directiva o una decisión, bien por
el Parlamento Europeo con la participación del Consejo, bien por el Consejo con
la participación del Parlamento Europeo, constituirá un procedimiento
legislativo especial »: art. 289.2 TFUE). Formalmente, pues, el acto
legislativo puede ser un reglamento, una directiva o una decisión.
2) El acto «ejecutivo» delegado. El
producto jurídico de la delegación es un acto normativo («de alcance general»),
que podrán ser reglamentos o directivas, como evidencia el último apartado del
artículo 290 al decir que terminológicamente deberán incluir los adjetivos
«delegado» o «delegada» en su título. También es posible que la Comisión ejerza
la delegación a través de Decisiones [por ejemplo, Decisión Delegada
(2012/678/UE) de la Comisión, de 29 de junio de 2012, relativa a las
investigaciones y las multas relacionadas con la manipulación de las estadísticas
conforme al Reglamento (1173/2011/UE) del Parlamento Europeo y del Consejo,
sobre la ejecución efectiva de la supervisión presupuestaria en la zona del
euro].
La necesidad de que el ejercicio de
potestad delegada se formalice en un acto diferente al legislativo delegante
resulta inherente a la categoría de acto delegado que “completa” un acto
legislativo. En efecto, según el Tribunal de Justicia, “debe observarse, por un
lado, que la claridad normativa y la transparencia en el procedimiento legislativo
se oponen a que la Comisión, en el ejercicio de la facultad de «completar» un
acto legislativo, incorpore un elemento nuevo al propio texto de este acto. En
efecto, tal incorporación podría ocasionar confusión a la hora de identificar
la base jurídica de ese elemento, habida cuenta de que el propio texto del acto
legislativo pasaría a contener un elemento que sería el resultado del ejercicio
por parte de la Comisión de una facultad delegada que, sin embargo, no le
permitía derogar el acto ni introducir cambios en él. Por otro lado, hay que
recordar que la posibilidad de delegar poderes que prevé el artículo 290 TFUE
tiene como finalidad permitir al legislador concentrar su esfuerzo en la
regulación de los elementos esenciales de la legislación, así como sobre los
elementos no esenciales sobre los que considere oportuno legislar, al mismo
tiempo que confía a la Comisión la labor de «completar» determinados elementos
no esenciales del acto legislativo adoptado o incluso de «modificar» tales
elementos dentro del marco de la delegación que le ha sido conferida. Ahora
bien, un elemento adoptado por la Comisión, en el ejercicio de una habilitación
para «completar» un acto legislativo, que ha pasado a formar parte de dicho
acto no podrá ser posteriormente sustituido ni suprimido en virtud de esa misma
habilitación, que condujo a su adopción puesto que para ello sería necesario un
poder para «modificar» ese acto. Si fuera necesario sustituir o suprimir el
elemento añadido, el legislador tendría que intervenir, bien adoptando él mismo
un acto legislativo, bien delegando en la Comisión los poderes para «modificar»
el acto de que se trate. Por lo tanto, la adición de un elemento al propio
texto del acto legislativo, en virtud de una habilitación para «completar» este
acto, produce un resultado incompatible con el ejercicio efectivo de tal
habilitación. En cambio, un acto distinto adoptado por la Comisión para
«completar» un acto legislativo podrá ser modificado por ésta cuando sea
necesario, sin tener que modificar el propio acto legislativo. De lo anterior
se infiere que el ejercicio de un poder delegado para «completar» un acto
legislativo en el sentido del artículo 290 TFUE, exige que la Comisión adopte
un acto distinto [ Parlamento v. Comisión , 17 marzo 2016 (C-286/14)].
En cambio, cuando se trata de
«modificar» el acto legislativo en elementos no esenciales resulta lógico que
tal operación se verifique sobre dicho acto legislativo [ Comisión v.
Parlamento y Consejo , 16 julio 2015 (C-88/14), que versaba sobre las
posibilidad de establecer suspensiones temporales de obligación de visado a
nacionales de terceros países en aras del principio de reciprocidad].
Según el artículo 290.1 del TFUE, « la
regulación de los elementos esenciales de un ámbito estará reservada al acto
legislativo y, por lo tanto, no podrá ser objeto de una delegación de poderes
». Sensu contrario , serán los elementos no esenciales de una materia no sólo
los que podrán ser delegadas sino que también constituye el espacio sustantivo
propio de los actos ejecutivos, tanto delegados como de ejecución.
Respecto al alcance de la delegación,
evidentemente dependerá del tipo de acto a través del cual se articula, pues
tanto si se trata de un reglamento como si lo que puede aprobar la Comisión es
una Directiva, las características singulares de estos instrumentos normativos
determinan no ya los sujetos directamente implicados (Estados, poderes
públicos, personas físicas o jurídicas; sectores sino también la intensidad
regulatoria del acto delegado). Evidentemente, el acto delegante establece el
alcance del acto delegado, pudiendo añadir especificaciones singulares a las
características generales de estos actos típicos de Derecho europeo.
Mayor transcendencia aún tiene la
finalidad de la delegación: «completar o modificar» los elementos no esenciales
del acto legislativo, pero nunca «desarrollar» [Parlamento v. Comisión, 17
marzo 2016 (C-286/14)]. En primer lugar, «modificar» los elementos no
esenciales de un acto legislativo supone una actualización normativa rápida que
implica una alteración de carácter técnico en ámbitos sectoriales sometidos a
una evolución material continua. Esto deja poco o ningún margen de discrecionalidad
a la Comisión, de ahí que, paradójicamente, aunque la actividad de «modificar»
el acto legislativo (bien que en elementos no esenciales) sea la más intensa de
las delegadas o atribuidas en sede ejecutiva, lo cierto es que, en última instancia,
tiene una escasa potencialidad de innovación jurídica, quedando por completo
descartado que en ningún caso lleve aparejada la capacidad de opción o de
elección de alternativas políticas.
Para la Comisión, «al hacer uso del
verbo «modificar», los autores del nuevo Tratado quisieron cubrir las hipótesis
en las que la Comisión está facultada para modificar formalmente un acto de
base. Esta modificación formal puede afectar el texto de uno o de varios
artículos del dispositivo, o el texto de un anexo que jurídicamente forma parte
del instrumento legislativo. Que el anexo contenga medidas meramente técnicas
carece de importancia; desde el momento en que se otorgan a la Comisión poderes
para modificar un anexo que contiene medidas de alcance general, debe aplicarse
el régimen de actos delegados». Por «completar», en cambio, hay que entender
una actividad normativa necesaria para que el acto legislativo despliegue sus
efectos jurídicos, por ejemplo precisando conceptos o definiciones o
articulando procedimientos. La Comisión, en cambio, tiene una concepción más
restringida de esta expresión, con la clara finalidad de deslindar más
claramente los actos delegados de los actos de ejecución, privilegiando
subrepticiamente los primeros: «La Comisión considera que para determinar si
una medida viene a «completar» el acto de base, el legislador debería evaluar
si la futura medida añade concretamente nuevas normas no esenciales que cambian
el marco del acto legislativo, dejando un margen de apreciación a la Comisión.
En caso afirmativo, podría considerarse que la medida «completa» el acto de
base. Al contrario, las medidas que sólo están encaminadas a hacer efectivas
las normas existentes del acto de base no deberían considerarse como medidas
complementarias».
La diferenciación entre actos delegados
que completan y actos delegados que modifican ha tenido que ser esclarecida por
el Tribunal de Justicia, según el cual, de la disyunción que introduce el
artículo 290 TFUE, apartado 1, en la expresión «completen o modifiquen», se
deduce que está diferenciando claramente entre las dos categorías previstas de
poderes delegados: «En efecto, la delegación de los poderes para
"completar" un acto legislativo tiene por objeto únicamente facultar
a la Comisión a precisar el contenido de ese acto. Cuando ésta ejerce tales
poderes su mandato se limita al desarrollo detallado, dentro del respeto del
contenido íntegro del acto legislativo adoptado por el legislador, de elementos
no esenciales de la normativa de que se trate que no fueron definidos por éste.
La delegación de poderes para "modificar" un acto legislativo, en
cambio, tiene por objeto facultar a la Comisión a introducir cambios en
aspectos no esenciales previstos en el mismo por el legislador, o a
suprimirlos. Al ejercer tales poderes, la Comisión no tiene obligación alguna
de respetar el contenido de unos elementos que han de ser, conforme al mandato
recibido, precisamente, "modificados"». Ahora bien, estas diferencias
entre las dos categorías de poderes delegados que contempla el artículo 290
TFUE, apartado 1, «impiden que sea la propia Comisión la que se arrogue la
facultad de decidir el carácter de la habilitación que se le ha conferido», por
lo que el Tratado impone al «legislador la obligación de determinar el carácter
de los poderes que desea delegar en la Comisión» [ Parlamento v. Comisión , 17
marzo 2016 (C-286/14)].
La delegación de competencias delegadas
que el Legislador realiza en beneficio de la Comisión debe prever una serie de
condiciones tanto sustantivas como formales. Entre las primeras, se encuentran
necesariamente y como mínimo los objetivos, el contenido, el alcance y la
duración de la delegación. Entre las segundas, se mencionan las facultades de
revocación de la delegación o de objeción antes de la entrada en vigor del acto
delegado. Ambas deben venir expresamente previstas en el acto legislativo
delegante.
Según el Tratado, « los actos
legislativos delimitarán de forma expresa los objetivos, el contenido, el
alcance y la duración de la delegación de poderes». Por tanto, el acto
legislativo delegante debe recoger necesariamente todos estos extremos, so pena
de nulidad por vulneración del Tratado. Como puede observarse, el Tratado ha
querido que el Legislador señale un marco jurídico muy claro y preciso a la
Comisión, evitando así delegaciones no ya en blanco sino siquiera genéricas y
abstractas. De esta manera, el Legislador ejerce un control ex ante sobre la
Comisión, que se completa y complementa con los controles ex post que suponen
las condiciones formales que puede prever el acto legislativo delegante.
Entre la regulación de los elementos
esenciales del ámbito en cuestión y la delimitación de los objetivos, contenido
y alcance de la delegación (aspectos ambos que debe regular obligatoriamente el
acto legislativo delegante), el marco normativo en el que la Comisión ejerce
sus competencias delegadas es lo suficientemente intenso como para restringir
su margen de apreciación, sin que por ello éste desaparezca, pues no se trata
de que la Comisión se vea atribuida una potestad reglada, cuasi-automática. Si
así fuera, probablemente no se necesitaría delegación alguna que precisara y
completara en el escalón europeo el acto legislativo y que evitara heterogeneidades
aplicativas directas por los Estados miembros.
Si un acto delegado vulnera las
condiciones sustantivas establecidas en el acto legislativo delegante, nos
encontraríamos ante actos delegados ultra vires . En efecto, los actos que
dicta la Comisión al amparo de la delegación del Legislador para completar o
modificar determinados elementos no esenciales del acto legislativo delegante
deben limitarse a los estrictos límites constituidos por el objeto de la
delegación. Si, en cambio, el acto delegado se excediera en ese ejercicio y
regulase aspectos no incluidos en el ámbito de lo delegado o autorizado, caben
dos posibilidades. En primer lugar, que el acto delegado regule elementos
esenciales de la materia en cuestión, en cuyo caso aquel sería nulo en esos
aspectos, pues tales elementos sólo pueden ser regulados por el acto
legislativo. En segundo lugar, que el acto delegado regule elementos no
esenciales de la materia pero no autorizados por la delegación. En tal
situación, a pesar de que estructuralmente el acto delegado se mueve en su
ámbito propio de los elementos no esenciales, será igualmente nulo por cuanto
regula aspectos no autorizados por el Legislador. Y es que incluso la
regulación de elementos no esenciales de una materia sólo puede ser realizada
por la Comisión previa delegación del Legislador europeo en la medida en que
supone una atribución de competencias ejecutivas que, de otro modo,
corresponden a los Estados miembros. Esto se debe a que la Comisión no tiene
atribuida una potestad ejecutiva originaria para la regulación ejecutiva de los
elementos no esenciales de las materias. De ahí que los elementos no esenciales
de un acto delegado no amparados por acto legislativo delegante no puedan
subsistir como acto normativo autónomo de la Comisión dictado en ejercicio de
una hipotética competencia ejecutiva originaria, pues la distribución de
competencias ejecutivas Unión Europea – Estados miembros conduce a que, en
tales casos en que no hay delegación expresa en la Comisión, la competencia ejecutiva
para regular normativamente los elementos no esenciales de una materia no
cubierta por el acto legislativo corresponda a los Estados miembros y no a la
Comisión.
En lo que respecta a la duración, el
ejercicio por la Comisión de la competencia delegada viene sujeto a un plazo,
el cual deberá estar obligatoriamente previsto en el acto legislativo
delegante, sin que pueda omitirse esta previsión (en cuyo caso el acto
delegante sería nulo), aunque sí se puedan hacer delegaciones por tiempo
indeterminado (por ejemplo, así se ha hecho en el caso del Estatuto de
funcionarios europeos). De haberse fijado un plazo concreto, si no se dicta el
acto delegado en dicho plazo, la Comisión no podrá hacerlo con posterioridad,
so pena de nulidad por vulnerar el Tratado y el acto legislativo de delegación,
además de poder ser demandada por incumplimiento de sus obligaciones ante los
Tribunales europeos [ Suecia v. Comisión , 16 diciembre 2015 (T-521/114)].
El Tratado también somete el ejercicio
de las competencias delegadas a unas condiciones formales que permiten al
Legislador supervisar el uso que ha hecho la Comisión de la delegación. En
efecto, el Tratado habla de «condiciones» a las que estará sujeta la
delegación, condiciones que constituyen auténticos mecanismos de control por
parte de la autoridad delegante. A diferencia de las condiciones sustantivas,
estas condiciones o mecanismos formales de control suponen una limitación a
posteriori , es decir, una vez que el acto delegado ha sido ya aprobado por la
Comisión.
Las condiciones a las que se sujete el
ejercicio de delegación deben ser recogidas «de forma expresa» en el acto
legislativo delegante. Por tanto, no se puede considerar que el mero hecho de
que la Comisión ejerza una competencia delegada de ejecución la someta a
cualquier mecanismo de control que el Legislador delegante estime conveniente
si no lo ha previsto al delegar tal competencia. Es decir, el control de la
delegación mediante mecanismos singulares propios de la relación
delegante-delegatario no es implícito a esa relación, pues si el acto
legislativo no prevé condición o mecanismo alguno de control, habrá que
entender que ha renunciado a tales facultades de supervisión.
Estos mecanismos de control en que se
concretan las condiciones formales que el acto delegante puede prever pueden
ser utilizados exclusiva e individualmente por el Parlamento y el Consejo. Es
decir, que si bien el acto legislativo delegante es el resultado de una decisión
conjunta de ambas Instituciones, el control que éstas ejercen sobre el
ejercicio de la delegación por la Comisión ya no es conjunto, sino individual.
Por ello sería deseable que se estableciera algún tipo de acuerdo o práctica
interinstitucional que evite actuaciones unilaterales sorpresivas de Parlamento
o Consejo.
Estas condiciones o mecanismos según el
Tratado son dos: revocación de la delegación y formulación de objeciones en el
plazo fijado en el acto legislativo. Pero al utilizar la expresión «podrán ser
las siguientes», abre un doble debate.
a) Potestad de revocación . La primera
condición o mecanismo de control podría ser que « el Parlamento Europeo o el
Consejo podrán decidir revocar la delegación» . La revocación deberá decidirse
por cualquiera de las Instituciones legislativas antes de que la Comisión haya
dictado su acto delegado, pues de lo contrario no se estaría revocando una
potestad delegada sino revisando y anulando un acto jurídico válidamente
aprobado, cosa que sólo puede hacer el Tribunal de Justicia a través de los
recursos previstos en el Tratado. Lo que sí que debe quedar claro es que la
revocación afecta a la competencia delegada, pero no a los actos delegados que
la Comisión hubiere dictado en ejercicio de la misma. En cualquier caso, se
trata del mecanismo de control más importante que se puede reservar el
Legislador y se encamina directamente a solucionar dos posibles peligros
inherentes a toda delegación: que el delegado se exceda en el ejercicio de la
habilitación ( ultra vires ); y que las materias delegadas se revelen
posteriormente de gran trascendencia política o financiera, lo que haría más
oportuna una intervención de tipo legislativo.
b) Potestad de formular objeciones . La
segunda condición o mecanismo de control consiste en la previsión de que « el
acto delegado no podrá entrar en vigor si el Parlamento Europeo o el Consejo
han formulado objeciones en el plazo fijado en el acto legislativo ». Por
tanto, facultad de formular objeciones o, como lo denomina la Comisión en su
Comunicación, «derecho de oposición». En este caso, el acto delegado ya ha sido
aprobado por la Comisión, pero su entrada en vigor se encuentra suspendida
hasta que haya pasado el plazo fijado en el acto legislativo delegante y
durante el cual el Parlamento o el Consejo pueden formular objeciones. Pasado
ese plazo sin que se hayan planteado esas objeciones, el acto, válido desde el
momento en que se aprobó por la Comisión, es eficaz y, por tanto, entra en
vigor. Por tanto, como bien señala la Comisión, esta facultad de objeción o
derecho de oposición funciona como una «condición suspensiva». Como puede
observarse, la objeción tiene por objeto un acto delegado específico, mientras
que la revocación versaba sobre la potestad en sí. El plazo para formular objeciones
debe ser específico, sin que pueda entenderse implícitamente que es el de la
duración de la delegación. La concreta duración del plazo para formular
objeciones será fijada discrecionalmente por el Legislador en el acto
delegante. Y en cuanto al dies a quo del mismo, dicho momento será el de la
notificación del acto delegado a Parlamento y Consejo.
A continuación de la regulación de los
actos delegados, el Tratado (art. 291) recoge la posibilidad de atribuir a las
Instituciones europeas la competencia para dictar actos de ejecución del
Derecho derivado europeo, privando de dicha competencia a los Estados miembros.
Frente al carácter original de los actos delegados, estos «actos de ejecución»
eran conocidos sobradamente en el Ordenamiento jurídico europeo, alumbrando
incluso una práctica orgánica de control por el Consejo y los Estados miembros,
que pasó a conocerse como «Comitología».
Su fundamento explícito es la necesidad
de una ejecución uniforme del Derecho europeo a través de atribuir esa
ejecución a las Instituciones europeas, en detrimento de los Estados, a quienes
corresponde originariamente la competencia de ejecución del Derecho europeo
(como de hecho reconoce explícitamente el propio art. 291).
De la literalidad del Tratado, se
desprende con claridad que sólo la Comisión y el Consejo pueden recibir
atribuciones competenciales para dictar actos de ejecución. E incluso en el
caso del Consejo, con carácter excepcional y, por tanto, debidamente justificados
(o sea, motivados).
En lo que respecta al objeto y al
alcance de la atribución de competencias de ejecución, los actos de ejecución
comprenden tanto la potestad normativa de ejecución como la potestad aplicativa
para aprobar actos singulares de ejecución [ National Iranian Oil Company v.
Consejo , 1 marzo 2016 (C-440/14P)]. Ahora bien, ¿cuál es, pues, la diferencia
entre los actos delegados y los actos de ejecución, si ambos incluyen
potestades normativas de naturaleza ejecutiva? En principio, los actos
delegados tienen por objeto «completar» o «modificar» el acto legislativo;
obviamente, modificar el acto «legislativo» sólo lo puede hacer un acto
delegado, pero «completar» el acto primario es una acción lo suficientemente
genérica como para permitir que sea objeto tanto de delegación como de
ejecución (en sentido estricto). Nada hay en el Tratado que predetermine
necesariamente la opción por uno u otro tipo de acto cuando de completar o
desarrollar el acto legislativo se trate. El régimen jurídico previo (acto que
delega o que confiere competencias de ejecución) y posterior (mecanismos de
control) es completamente diferente en la regulación del Tratado. También son
diferentes las consecuencias. Así, hay que tener en cuenta que, en el caso de
actos legislativos adoptados mediante un procedimiento legislativo especial en
el que el Consejo ostenta una facultad decisoria última y preeminente sobre el
Parlamento, aquel puede privilegiar la ejecución normativa vía actos de
ejecución, en detrimento de los actos de delegación, para evitar así la
intervención del Parlamento en fase de control. En última instancia será el
Legislador el que deberá decidir discrecionalmente si opta por uno u otro medio
de ejecución normativa: vía actos delegados, vía actos de ejecución.
La jurisprudencia no ha terminado de
esclarecer la diferencia entre los actos normativos delegados y de ejecución.
En la Sentencia del Tribunal de Justicia Comisión v. Consejo y Parlamento , 18
marzo 2014 (C-427/12) precisamente contrapuso los actos de ejecución a los
actos delegados para conceptualizar ambos instrumentos normativos. Según el
Tribunal, la atribución de un poder delegado tiene como objeto la adopción de
normas que se encuadran dentro del marco reglamentario definido por el acto legislativo
de base. En cambio, cuando el mismo legislador confiere un poder de ejecución a
la Comisión sobre la base del artículo 291 TFUE, apartado 2, ésta debe precisar
el contenido de un acto legislativo, para asegurar su aplicación en condiciones
uniformes en todos los Estados miembros. Es decir, los actos de ejecución
"precisan" o «especifican» el contenido del acto legislativo pero
sólo si tal actuación es necesaria para permitir su ejecución uniforme por los
Estados, mientras que los actos delegados «modifican» o «completan» el acto
legislativo en sus elementos no esenciales.
En ulteriores pronunciamientos la
jurisprudencia ha considerado que ni la existencia ni la amplitud de la
facultad de apreciación que le confiere el acto legislativo son pertinentes a
efectos de determinar si el acto que la Comisión ha de adoptar se inscribe en
el ámbito del artículo 290 TFUE o del artículo 291 TFUE. En efecto, del tenor
literal del artículo 290 TFUE, apartado 1, resulta que la legalidad de la
elección realizada por el legislador de la Unión de conceder un poder delegado
a la Comisión depende únicamente de si los actos que dicha institución debe
adoptar sobre la base de esa concesión son de alcance general y de si completan
o modifican elementos no esenciales del acto legislativo. Menos aún se tendrán
en cuenta aspectos accesorios como las mayores dificultades procedimentales a
las que se enfrenta la Comisión cuando se trata de poderes delegados [ Comisión
v. Parlamento y Consejo , 16 julio 2015 (C-88/14)].
A diferencia de los actos delegados, el
Tratado no establece los mecanismos de control sobre el ejercicio de las
competencias de ejecución atribuidas a la Comisión y, excepcionalmente, al
Consejo, sino que se remite a los actos legislativos (en forma de reglamento)
que establezcan el Parlamento y el Consejo para fijar « las normas y principios
generales relativos a las modalidades de control, por parte de los Estados
miembros, del ejercicio de las competencias de ejecución por la Comisión». En
la actualidad, se trata del Reglamento (182/2011/UE) del Parlamento Europeo y
del Consejo, de 16 de febrero de 2011, por el que se establecen las normas y
los principios generales relativos a las modalidades de control por parte de
los Estados miembros del ejercicio de las competencias de ejecución por la
Comisión.
Aquí el control lo ejercen los Estados,
no el Legislador europeo, conforme a unas normas y principios que sí debe
establecer éste último y que se han concretado en Comités integrados por
representantes de los Estados miembros, presididos por el representante de la
Comisión, el cual carece de voto. Así pues, el ejercicio por la Comisión –o el
Consejo– de las competencias de ejecución que el Legislador le confiere se
encuentra sometido, en general, a esos «principios y normas» (que
históricamente se han cristalizado en las conocidas como «Decisiones sobre
Comitología») y, en particular, a las «condiciones» concretadas en cada caso
por el acto de base aprobado por el Legislador. La interacción de los
«principios y normas» y de las «condiciones» dio como resultado la consagración
institucional de los Comités en cuanto que instrumentos utilizados
–directamente y en primera instancia– por los Estados miembros e
–indirectamente y en última instancia– por el Consejo tanto para controlar como
para asistir a la Comisión en el ejercicio de las competencias de ejecución que
el Legislador le atribuía.
El Reglamento de 2011 prevé dos tipos de
procedimientos de control: el procedimiento de examen y el procedimiento
consultivo. El primero se aplica, en particular, para la adopción de actos de
ejecución de alcance general y otros actos de aplicación relacionados: con
programas con implicaciones importantes; con la política agrícola común y con
la política pesquera común; con el medio ambiente, la seguridad o la protección
de la salud o la seguridad de las personas, los animales y las plantas; con la
política comercial común; y con la fiscalidad. El procedimiento consultivo, por
su parte, se aplicaría al resto de actos de ejecución. En éste, además, el
comité emitirá su dictamen por mayoría simple de los miembros que lo componen.
En cambio, el régimen de funcionamiento del procedimiento de examen es más
complejo. De entrada, los actos en su seno se adoptarán conforme a las mayorías
cualificadas previstas en los Tratados para los actos propuestos por la
Comisión. Si el comité emite un dictamen desfavorable a la propuesta de la
Comisión, ésta no podrá aprobar el acto de ejecución. Para ello, bien deberá presentar
una propuesta modificada, bien acudir al nuevo Comité de apelaciones que se
crea en el seno de estos procedimientos comitológicos y que supone una suerte
de segunda instancia de deliberación y decisión, con la peculiaridad de que, de
ser el informe no favorable, se cierra toda posibilidad de adoptar el acto de
ejecución por la Comisión.
Tres novedades es necesario destacar en
la actual normativa. En primer lugar, la Comisión podrá adoptar actos de
ejecución en casos excepcionales , considerándose tales cuando deba adoptarse
sin demora con el fin de evitar perturbaciones significativas en los mercados
en el sector de la agricultura o un riesgo para los intereses financieros de la
Unión. En tal caso, la Comisión presentará inmediatamente al comité de apelación
el acto de ejecución adoptado. Cuando el comité de apelación emita un dictamen
no favorable sobre el acto adoptado, la Comisión revocará ese acto de
inmediato. Cuando el comité de apelación emita un dictamen favorable o no emita
ningún dictamen, el acto de ejecución seguirá en vigor. En segundo lugar, se
prevé la posibilidad de que un acto de base disponga que, por razones
imperiosas de urgencia debidamente justificadas, la Comisión pueda adoptar un
acto de ejecución que será aplicable inmediatamente, sin previa presentación al
comité, y permanecerá en vigor por un plazo no superior a seis meses, salvo
disposición en contrario en el acto de base. Presentado el acto ya adoptado
ante el Comité correspondiente, en caso de tratarse de procedimiento de examen
y aquel emitiera un dictamen no favorable, la Comisión revocará de inmediato
los actos adoptados. Y en tercer lugar, destacar que cuando el acto de base se
adopte con arreglo al procedimiento legislativo ordinario, el Parlamento
Europeo o el Consejo podrán indicar en todo momento a la Comisión que, en su
opinión, un proyecto de acto de ejecución excede las competencias de ejecución
establecidas en el acto de base. En tal caso, la Comisión revisará el proyecto
de acto correspondiente, teniendo en cuenta las posiciones expresadas, e
informará al Parlamento Europeo y al Consejo de si se propone mantener,
modificar o retirar el proyecto de acto de ejecución.
La potestad normativa de naturaleza
ejecutiva que ejerce la Administración europea no se agota en las posibilidades
de actos delegados y de actos de ejecución de alcance general.
Excepcionalmente, los Tratados atribuyen directamente a algunas Instituciones
de la Administración Europea esa potestad normativa ejecutiva en ámbitos en los
que ya los Tratados llevan a cabo una regulación intensa.
Así, en el caso del Consejo, observamos
actos de alcance general al fijar los derechos del arancel aduanero común (art.
31 TFUE); en el ámbito de la Política Agrícola, al adoptar las exacciones, las
ayudas y las limitaciones cuantitativas, así como a la fijación y el reparto de
las posibilidades de pesca (art. 43.3. TFUE); o al adoptar medidas de
salvaguardia cuando en circunstancias excepcionales los movimientos de
capitales con destino a terceros países o procedentes de ellos causen, o
amenacen causar, dificultades graves para el funcionamiento de la unión
económica y monetaria (art. 66 TFUE).
En el caso de la Comisión, por ejemplo,
el Tratado le otorga la potestad de establecer mediante reglamentos las
condiciones para que los trabajadores, al amparo de la libre circulación,
permanezcan en el territorio de un Estado miembro después de haber ejercido en
él un empleo (art. 45.3 d) TFUE).
También el Banco Central Europeo puede
adoptar reglamentos «en la medida en que ello sea necesario para el ejercicio
de las funciones» (art. 132.1 TFUE), además de las concretas potestades
reglamentarias que el Legislador le puede atribuir.
Expresión del principio de cooperación
leal, aplicable no sólo a las Instituciones en sus relaciones con los Estados
sino a las relaciones entre ellas [ Parlamento v. Consejo , 30 marzo 1995
(C-65/93)], fue consagrado finalmente de manera formal mediante la Declaración
nº 3 relativa al artículo 10 del Tratado constitutivo de la Comunidad Europea,
realizada por la Conferencia Intergubernamental de Niza en el 2000. Finalmente,
el Tratado de Lisboa de 2007 ha introducido explícitamente en el Tratado de la
Unión Europea la previsión de que « las instituciones mantendrán entre sí una
cooperación leal » (art. 13.2, último inciso). Más aún, ahora el nuevo art. 295
del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea proporciona una base jurídica
para la manifestación más perfecta y adecuada de este principio de cooperación
en el seno del sistema institucional europeo: los acuerdos
interinstitucionales. Según este precepto, « El Parlamento Europeo, el Consejo
y la Comisión llevarán a cabo consultas recíprocas y organizarán de común
acuerdo la forma de su cooperación. A tal efecto y dentro del respeto de los
Tratados, podrán celebrar acuerdos interinstitucionales que podrán tener
carácter vinculante ».
La vinculatoriedad de estos Acuerdos
interinstitucionales no es clara, aunque según el Tribunal de Justicia podrá
surtir efecto jurídico vinculante cuando su contenido exprese la voluntad de
las tres Instituciones de obligarse recíprocamente [ Comisión v. Consejo , 19
marzo 1996 (C-25/94), Rec. I-1469], tal y como recoge el inciso final del art.
295 TFUE.
El recurso por parte de las
Instituciones a estos Acuerdos ha sido creciente, adquiriendo una trascendencia
progresiva tanto por las materias a las que afecta como por insertarse en el
propio sistema de fuentes del Derecho Europeo. Así, y de forma paradigmática,
el Acuerdo Interinstitucional, de 17 de mayo de 2006, entre el Parlamento
Europeo, el Consejo y la Comisión sobre disciplina presupuestaria y buena
gestión financiera: en primer lugar, versa sobre la regulación del presupuesto
europeo; en segundo lugar, es modificado no por otro Acuerdo sino por una
Decisión del Parlamento y del Consejo [Por ejemplo, Decisión (2009/407/CE) del
Parlamento Europeo y del Consejo, de 6 de mayo de 2009, por la que se modifica
el Acuerdo interinstitucional, de 17 de mayo de 2006, sobre disciplina
presupuestaria y buena gestión financiera en relación con el marco financiero
plurianual (2007-2013)]; y, en tercer lugar, llega incluso a constituir la base
de actos típicos de Derecho Europeo [Decisión (2010/340/UE) del Parlamento
Europeo y del Consejo, de 16 de junio de 2010, relativa a la movilización del
Fondo Europeo de Adaptación a la Globalización, de conformidad con el punto 28
del Acuerdo interinstitucional, de 17 de mayo de 2006].
Además de los actos, legislativos o
reglamentarios, que las Instituciones, órganos y organismos pueden adoptar,
existe una variedad de instrumentos adicionales de los que hace uso la
Administración europea, cuya categorización no es sencilla pero que se
caracterizarían, en principio, por su origen administrativo, por no ser
vinculantes y por su heterogeneidad formal. Ahora bien, su falta de carácter
vinculante no implica que, paradójicamente, no puedan desplegar efectos jurídicos
[ Bélgica v. Comisión , 27 octubre 2015 (T-721/14), que versaba esta vez sobre
un acto típico del Derecho europeo como son las recomendaciones].
El principal conjunto de instrumentos
administrativos es el que adopta la Administración europea como expresión de su
potestad de autoorganización, bien para configurar y dirigir internamente sus
estructuras administrativas, bien ordenar la ejecución de los actos
legislativos y reglamentarios cuando ostenta competencia de ejecución directa
sobre ellos.
A) A efectos de organización interna y
como expresión más importante de la potestad de autoorganización, es preciso
citar el Reglamento interno del que se dotan de forma autónoma Instituciones,
órganos y organismos. El Reglamento interno vincula a la Administración que lo
adopta y su incumplimiento puede determinar la nulidad de sus actos [ Reino
Unido v. Consejo , 23 febrero 1988 (68/86)].
B) También se pueden citar en este
contexto los Códigos de Buena Conducta Administrativa , que vincularían a la
Institución que se lo ha autoimpuesto. Así, por ejemplo, no obligando el
Derecho Europeo a que los actos que adopta la Administración europea expresen
las vías de recurso posibles contra ellos [ Guerin v. Comisión , 5 marzo 1999
(C-153/98P)], el Tribunal de Primera Instancia considero en su día que la
Comisión si estaba obligada a ello al aprobar un acto en virtud del Código de
Buena Conducta Administrativa para el personal de la Comisión en sus relaciones
con el público, obligación que esta Institución se habría impuesto a sí misma
al aprobar ese documento y anexarlo, por añadidura, a su Reglamento interno [
Laboratoire Monique Remy v Comisión , 21 marzo 2002 (T-218/01)].
C) En el caso de las directivas internas
, se trata de decisiones de la Administración, comunicadas a su personal que,
aunque no puedan ser consideradas ni normas de desarrollo de los actos
legislativos ni reglamentarios ni una regla jurídica a cuya observancia la
Administración se encontraría en todo caso obligada [ Louwage v. Consejo , 30
enero 1974 (148/73),], constituyen «una regla de conducta indicativa que la
Administración se impone a sí misma y de la que sólo se puede apartar, en su
caso, precisando las razones que la han movido a ello, so pena de vulnerar el
principio de igualdad» [ Blomefield v. Comisión , 1 diciembre 1983 (190/82)].
Los Tribunales europeos fundamentan, de esta manera, su eficacia jurídica en el
principio de igualdad. En un primer momento, en cambio, alegó una difusa
«obligación moral» de respetar las directivas internas «en interés de una buena
administración» [ Giuffrida v. Consejo , 29 septiembre 1976 (105/75)]. Vienen a
ser, en consecuencia, «normas internas que no tienen naturaleza de reglas de
Derecho y que en ningún caso pueden fundamentar una excepción a las normas imperativas
del Tratado» [ Bataillee.a. v. Parlamento , 8 noviembre 1990 (T-56/89)].
D) Mayor trascendencia presentan las
instrucciones de servicio que los superiores jerárquicos dirigen a sus
subordinados y que sólo generan obligaciones respecto a estos. Así, en el caso
Phoenix-Rheinsrohr v. Alta Autoridad , 17 julio 1959 (20/58), se trataba de una
carta que dirigiera la Alta Autoridad a uno de sus órganos auxiliares (la
Oficina de consumidores de chatarra), publicada en el Diario Oficial, en la que
se definían conceptos recogidos en el Reglamento de base para orientar la
ejecución del órgano subordinado. Tras recalcar que la Alta Autoridad no había
tenido la intención de adoptar una decisión sino «sencillamente de afirmar los
principios que la misma, con razón o sin ella, consideraba que lógicamente se
derivaban del Reglamento de base», el Tribunal de Justicia declaró que el acto
impugnado «tiene carácter de medida interna, adoptada por un superior
jerárquico con el fin de orientar la actividad de los subordinados y como tal
origina obligaciones directas únicamente para el funcionario al que va
dirigida, y no para las empresas consumidoras de chatarra».
El problema es cuando estas
instrucciones de servicio desbordan su carácter interno para intentar definir
derechos u obligaciones frente a terceros no sometidos a la relación jerárquica
en que dichas instrucciones encuentran su sentido y legalidad. Así, en el caso
de la Instrucciones internas de servicio (88/C 264/03) sobre ciertas
modalidades administrativas y técnicas que deben aplicar los agentes
autorizados por la Comisión para la toma de muestras y el análisis de
productos, efectuados en el marco de la gestión y del control del Fondo Europeo
de Orientación y de Garantía Agraria», el Tribunal de Justicia anulo las
instrucciones porque no se limitaban a aclarar las normas contenidas en el
artículo 9 del Reglamento nº 729/70 sobre financiación de la política agrícola,
sino que iban más allá de lo que disponía el texto de dicho Reglamento ya que
atribuían a la Comisión, independientemente de los Estados miembros, la
facultad de tomar muestras y establece las modalidades de su intervención [
Francia v Comisión , 9 octubre 1990 (C-366/88)]. Y lo mismo ocurrió con el
Código de conducta sobre las modalidades de aplicación del Reglamento (CEE) nº
4253/88 del Consejo, en lo relativo a las irregularidades y a la organización
de un sistema de información sobre las irregularidades, pues el Tribunal
aprecio que, al imponer a los Estados miembros obligaciones específicas sobre
el contenido de la información, la frecuencia y las modalidades de la
comunicación de esta información a la Comisión, no sólo deja de ser una mera
explicación de las previsiones del Reglamento del que trae causa sino que
introduce nuevas previsiones no previstas en aquel [ Francia v Comisión , 13
noviembre 1991 (C-303/90)].
E) Pero esta dimensión meramente
organizativa se desborda cuando estos instrumentos administrativos pasan a
configurar la ejecución directa por la Administración europea del Derecho
europeo.
a) Destaca, por ejemplo, la Comunicación
de la Comisión por la que se regula el procedimiento para la tramitación de las
denuncias presentadas por los particulares en la fase precontenciosa del
recurso por incumplimiento de los artículos 258 y 260 del TFUE. Se trata de la
Comunicación de la Comisión de actualización de la gestión de las relaciones
con el denunciante en relación con la aplicación del Derecho de la Unión ,
COM(2012) 154 final, de 2 de abril de 2012. Dejando claro que la decisión de
iniciar el procedimiento de incumplimiento dirigiendo un emplazamiento contra
un Estado miembro (que puede desembocar, posteriormente, en un recurso formal
ante el Tribunal de Justicia) es una potestad discrecional de la Comisión [
Comisión v. Grecia , 6 diciembre 1989 (C-329/88)], las denuncias de los
particulares se tramitarán conforme a un procedimiento administrativo regulado
en todos sus aspectos por la citada Comunicación de la Comisión (interesados en
denunciar, registro de las denuncias, forma y contenida de aquellas,
notificaciones, plazo de duración del procedimiento, trámite de audiencia,
etc.). Como señala la propia Comisión en la Comunicación, en ésta se recogen
«las medidas administrativas en favor del denunciante que se compromete a
respetar en la tramitación de su denuncia y en la valoración de la supuesta
infracción».
b) En el ámbito del Derecho de la
Competencia la Comisión recurre con mucha frecuencia a este tipo de
instrumentos administrativos, lo que ha generado una numerosa jurisprudencia
sobre los mismos.
Así, por ejemplo, en el caso de la
Comunicación de la Comisión relativa a la definición de mercado de referencia a
efectos de la normativa comunitaria en materia de competencia (1997), el
Tribunal General parte del principio consolidado de que la Comisión no puede
renunciar a las normas que se ha impuesto a sí misma (sentencias del Tribunal
de Justicia de 30 de enero de 1974, Louwage v. Comisión, 30 enero 1974
(148/73); Hercules Chemicals v. Comisión , 8 julio 1999 (C-51/92P)] y, en la
medida en que esa Comunicación indica mediante fórmulas imperativas el método
mediante el cual la Comisión pretende definir los mercados en el futuro y no
reserva ningún margen de apreciación, la Comisión debe efectivamente tener en
cuenta los términos de dicha Comunicación, si bien puede reservarse una gran
libertad de acción si emplea términos que le permiten la posibilidad de elegir,
entre los tipos de elementos o planteamientos que pueden, en teoría, ser
pertinentes, los que convienen mejor a las circunstancias de un supuesto
determinado [ General Electric v. Comisión , 14 diciembre 2005 (T-210/01)].
Mayor litigiosidad han suscitado las
Directrices de la Comisión para el cálculo de las multas que puede imponer a
las empresas por infracción del Derecho de la Competencia. En el caso de las
Directrices de 1998, el Tribunal General consideró que si bien «no pueden
calificarse de norma jurídica a cuya observancia está obligada en cualquier
caso la Administración, establecen, no obstante, una regla de conducta
indicativa de la práctica que debe seguirse y de la cual la Administración no
puede apartarse en un determinado asunto sin dar razones que sean compatibles
con el principio de igualdad de trato. Al adoptar estas reglas de conducta y
anunciar mediante su publicación que las aplicará en lo sucesivo a los
supuestos contemplados en ellas, la Comisión se autolimita en el ejercicio de
su facultad de apreciación y no puede ya apartarse de tales reglas, so pena de
verse sancionada, en su caso, por violación de los principios generales del
Derecho, tales como la igualdad de trato o la protección de la confianza legítima.
Además, las Directrices de 1998 determinan de un modo general y abstracto la
metodología que la Comisión se ha obligado a seguir para fijar el importe de
las multas y garantizan, por consiguiente, la seguridad jurídica de las
empresas» [ Telefónica v. Comisión , 29 marzo 2013 (T-336/07), que se apoya en
DanskRørindustri e. a. v. Comisión , 28 junio 2005 (C-189/02P)].
Sobre estas Directrices, el Tribunal de
Justicia se ha visto obligado a esclarecer un poco su naturaleza jurídica, en
tanto en cuanto se negaba a la Comisión la posibilidad de dictarlas. Para el
Tribunal, « las Directrices de 1998 no constituyen ni una legislación, ni una
legislación delegada en el sentido del artículo 290 TFUE, apartado 1, ni la
base legal de las multas impuestas en materia de competencia, que se adoptan
tomando como único fundamento el artículo 23 del Reglamento nº 1/2003», sino
que simplemente «establecen una regla de conducta indicativa de la práctica que
debe seguirse y de la cual la Comisión no puede apartarse, en un determinado
caso, sin dar razones que sean compatibles con el principio de igualdad de
trato y se limitan a describir el método de examen de la infracción adoptado
por la Comisión y los criterios que ésta se obliga a tener en cuenta para fijar
el importe de la multa». Atendiendo a estas circunstancias, el Tribunal
concluye que «ninguna disposición de los Tratados prohíbe a una institución
adoptar tal regla de conducta indicativa» [ Schindler v Comisión , 18 julio
2013 (C-501/11P)].
Ya en relación con las actuales
Directrices de 2006, el Tribunal General no ha dudado en estudiar su ilegalidad
no sólo respecto al Reglamento 1/2003, del cual constituiría una explicitación
de los criterios de conducta que la Comisión seguiría para su aplicación, sino
también respecto al principio de irretroactividad en la medida en que las
Directrices configurarían un procedimiento administrativo sancionador [
Metallwerkee.a. v. Comisión , 16 septiembre 2013 (T-375/10)].
c) Esta dimensión procedimental de los
instrumentos administrativos dictados por la Administración europea se observan
con más claridad en el caso de las Directrices relativas a los procedimientos
ante la Oficina de Armonización del Mercado Interior, dictadas por esta
Agencia. Según su autora, estas Directrices son instrucciones dirigidas al
personal de la OAMI y sirven de base a las resoluciones adoptadas por los
examinadores y las distintas divisiones de la OAMI, pero las Salas de Recurso
de la OAMI, que controlan, en particular, la conformidad de las resoluciones de
dichos órganos con las disposiciones de los Reglamentos que regulan las
patentes europeas y establecen la organización y funcionamiento de la Agencia,
no pueden estar obligadas a aplicarlas. Por otra parte, la Agencia también
consideraba que las resoluciones de las Salas de Recurso de la OAMI dimanan de
una competencia reglada y no de una facultad discrecional, por lo que la
legalidad de dichas resoluciones se ha de apreciar únicamente sobre la base de
los citados Reglamentos, tal y como los han interpretado los órganos
jurisdiccionales de la Unión, y no sobre la base de una práctica anterior de la
OAMI.
A la vista de estos hechos, el Tribunal
General declaró que las Salas de Recurso de la OAMI tienen la obligación de
aplicar las Directrices de la OAMI [ Nike v. OAMI , 24 noviembre 2010
(T-137/09)], pero el Tribunal de Justicia casó la sentencia por considerar que
una cosa es que la OAMI, como Administración, deba respetar las Directrices de
ordenación interna de sus procedimientos de funcionamiento y otra que las Salas
de Recurso también deban hacerlo, pues su competencia es reglada y tan sólo
deben atenerse al marco jurídico establecido por los Reglamentos legislativo
reguladores tanto del registro de marcas y patentes como de la organización y funcionamiento
de la Agencia [ OAMI v Nike , 19 enero 2012 En el asunto C-53/11P)].
Más expresivo aún es el supuesto de
hecho que resuelve la sentencia DIR International Film e. a. v. Comisión , 19
febrero 1998 (T-369/84 y T-85/95.). El asunto versaba sobre la ejecución de la
Decisión (90/685/CEE) del Consejo relativa a la aplicación de un programa de
fomento de la industria audiovisual europea (MEDIA) (1991-1995), cuya ejecución
correspondía a la Comisión pero señalándole, como uno de los mecanismos que debían
utilizarse, desarrollar de forma significativa las actividades iniciadas por la
EFDO de apoyo a la distribución transnacional de películas europeas en las
salas de proyección (siendo la EFDO la European Film Distribution Office ,
asociación privada registrada en Alemania). La Comisión celebró acuerdos con la
EFDO relativos a la aplicación financiera del programa MEDIA y aprobó las
directrices de la EFDO en el marco de la aplicación del programa MEDIA. A
partir de ahí, el Tribunal considero que esas directrices tenían fuerza
obligatoria y que constituían una fuente del Derecho en la aplicación de dicho
programa: «tales directrices constituyen, al igual que la Decisión 90/685,
normas jurídicas cuya observancia debe garantizar el Juez comunitario».
d) Particular importancia revisten las
Guías prácticas que la Administración elabora en el seno de los procedimientos
de contratación y de concesión de subvenciones, especialmente en el ámbito de
la Legislación sectorial reguladora de la ejecución de Políticas concretas.
Singular relevancia presentan esas guías prácticas en relación con los
procedimientos de contratación en el ámbito de la acción exterior de la
Comisión europea («Guía práctica de procedimientos contractuales en el marco de
acciones en el exterior»), donde se definen y concretan tantos los términos
como los propios procedimientos previstos en el anuncio de licitación o en las
normas financieras que con carácter general regulan estos procedimientos [
Tideland v. Comisión , 27 septiembre 2002 (T-211/02)]. En estos procedimientos
de contratación los instrumentos administrativos son variados, pues también nos
encontramos, junto a esas guías, instrucciones a los licitadores, que pueden
regular incluso aspectos procedimentales tan importantes como la reclamaciones
contra exclusiones de participación y la obligación de la Administración de
responder a esas reclamaciones en un plazo máximo de 90 días [ TEA-CEGOS v.
Comisión , 14 febrero 2006 (T-376/05)]. No obstante lo cual, los Tribunales
europeos rechazan que tale documento pueda imponer ex novo obligaciones a los
licitadores, pues consideran que la Guía práctica «es una herramienta de
trabajo que explica los procedimientos aplicables en un determinado ámbito y
que, como tal, no puede constituir un fundamento jurídico para presentar una
reclamación administrativa previa obligatoria» [ Sogelma v. Agencia Europea de
Reconstrucción , 8 octubre 2008 (T-411/06)].
e) Por lo demás, la compleja y profusa
documentación administrativa que generan los programas europeos, también es
tenida en cuenta por los Tribunales, como mínimo para interpretar los actos y
contratos administrativos europeos [ Berliner Institutfür Vergleichende
Sozialforschung eV v. Comisión , 13 septiembre 2013 (T-73/08), en relación con
la «Guía del programa Daphne», publicada en la página web de la Dirección
General de Justicia y Asuntos de Interior], pudiendo llegar a anularlos por
error manifiesto de apreciación si observa contradicción entre el acto jurídico
y una «guía práctica» elaborada por la propia Administración [ Hungría v.
Comisión , 15 noviembre 2007 (T-310/06)].
f) Uno de los peligros que se cierne
sobre esta práctica de la Comisión de organizar la ejecución del Derecho
europeo a través de instrumentos administrativos aparentemente carentes de
eficacia jurídica es la de implicar una auténtica desviación de procedimiento,
consistente en que la Comisión ejerza su potestad de ejecución sin seguir los
procedimientos administrativos previstos, en particular los procedimientos de
«Comitología». Un ejemplo de ello lo encontramos en el asunto que resolvió la
sentencia del Tribunal General Países Bajos v. Comisión , 23 de septiembre de
2015 (T-261/13).
La necesidad de que la Unión Europea
disponga de índices de precios al consumo comparables en los Estados miembros
llevó al Consejo a aprobar el Reglamento (CE/2494/95), de 23 de octubre de
1995. Este reglamento no considera IPCs comparables lo que difieran como
resultado de diferencias en los conceptos, métodos o prácticas utilizados en su
definición y elaboración. Para evitar estas disparidades, el Legislador
autorizó a la Comisión (a través de Eurostat), a las disposiciones que deberán
seguirse para obtener IPCs comparables, medidas que la Comisión-Eurostat debe
adoptar conforme al procedimiento de reglamentación que rige el ejercicio de
las competencias ejecutivas que el Legislador le confiere. Al amparo de esta
autorización la Comisión, en efecto, aprobó un Reglamento en el año 2003 que, a
su vez, habilitaba a Eurostat a aprobar, en colaboración con los Estados
miembros, un Manual metodológico relativo a los criterios y procedimientos que
los Estados deben observar a la hora de transmitir información a Eurostat. Por
otra parte, esta Oficina también tiene atribuida –en el marco de la Legislación
europea sobre estadísticas- la responsabilidad exclusiva de decidir sobre los
procesos, métodos, normas y procedimientos estadísticos, y sobre el contenido y
el calendario de las publicaciones estadísticas [Reglamento (CE) nº 223/2009
del Parlamento Europeo y del Consejo, de 11 de marzo de 2009], competencia que
la Decisión (2012/504/UE de la Comisión), de 17 de septiembre de 2012, sobre
Eurostat, atribuye explícitamente a su Director General.
La descripción de este marco jurídico y
organizativo era necesario para comprender la problemática que se suscitó
respecto a las directrices y manuales metodológicos que Eurostat está
autorizado a aprobar para alcanzar una correcta aplicación de la normativa
estadística europea, en tanto en cuanto esta genuina potestad no se supedita a
procedimiento alguno. Resulta, en efecto, paradójico, que la potestad ejecutiva
que el Legislador atribuye a la Comisión se sujete a procedimientos de
Comitología, pero las potestades que en segunda instancia la Comisión atribuye
a Eurostat no lo sean. La jurisprudencia siempre ha considerado que, en el
marco de su poder de ejecución la Comisión puede aprobar todas las normas de
desarrollo necesarias o útiles para la ejecución de un acto, pudiendo precisar
ese acto legislativo siempre que las disposiciones del acto de ejecución que
adopte, por un lado, respeten los objetivos generales esenciales perseguidos
por el acto legislativo y, por otro, sean necesarias o útiles para la ejecución
de éste legislativo [Parlamento v. Comisión, 15 octubre 2014 (C-65/13)]. Es por
ello que el Tribunal va a calificar los Manuales y Directrices como «normas de
desarrollo» que deben ser respetadas para garantizar la eficacia de los actos
legislativos, razón por la cual serán también actos de ejecución de éstos. Y aunque
la Comisión los consideraba, en cambio, «documentos de ejecución jurídicamente
no vinculantes», el Tribunal rechazó tal calificación aséptica en tanto en
cuanto sirven para precisar y completar los actos legislativos, encuadrándose
así en la normativa de ejecución de los mismos. A partir de aquí y, negando
además a la Comisión la posibilidad de crear bases jurídicas derivadas que
refuercen o aligeren la forma de adopción de un acto –pues ello supondría
atribuirle una facultad legislativa que excede de lo previsto en el Tratado,
así como una alteración del equilibrio institucional-, el Tribunal concluirá
que esas normas de desarrollo, que son jurídicamente vinculantes en tanto en
cuanto producen efectos jurídicos al precisar los actos legislativos y configurar
su ejecución, debían haber sido adoptadas siguiendo los procedimientos
establecidos para el ejercicio de las competencias de ejecución atribuidas a la
Comisión (es decir, los procedimientos de comitología) [Países Bajos v.
Comisión, 23 septiembre 2015 (T-261/13)].
Una de las novedades aparentemente menos
trascendentales de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea es la
irrupción del derecho a la buena administración en su artículo 41.
Tradicionalmente se conocía, en el ámbito jurisprudencial, el principio de
buena administración, pero los Tribunales Europeos nunca se habrían arriesgado a
la mutación del mismo en derecho subjetivo de los ciudadanos. Este salto
cualitativo –no exento de artificiosidad– sólo lo podía llevar a cabo el
Legislador o el «constituyente» europeo, recogiendo ese acervo jurisprudencial
pero evolucionándolo en una proclamación innovadora cuya importancia y
problemática es necesario analizar.
Como de este derecho a la buena
administración se corre el riesgo de hablar mucho acerca de él sin tener claro
cuál es su contenido concreto, merece la pena comenzar reproduciendo el
artículo 41 de la Carta para circunscribir y fundamentar todo el discurso que
se haga sobre él:
1. Toda persona tiene derecho a que las
instituciones y órganos de la Unión traten sus asuntos imparcial y
equitativamente y dentro de un plazo razonable.
2. Este derecho incluye en particular:
– el derecho de toda persona a ser oída
antes de que se tome en contra suya una medida individual que le afecte
desfavorablemente,
– el derecho de toda persona a acceder
al expediente que le afecte, dentro del respeto de los intereses legítimos de
la confidencialidad y del secreto profesional y comercial ,
– la obligación que incumbe a la
administración de motivar sus decisiones.
3. Toda persona tiene derecho a la
reparación por la Comunidad de los daños causados por sus instituciones o sus
agentes en el ejercicio de sus funciones, de conformidad con los principios
generales comunes a los Derechos de los Estados miembros.
4. Toda persona podrá dirigirse a las
instituciones de la Unión en una de las lenguas de los Tratados y deberá
recibir una contestación en esa misma lengua .
Si se analiza la base jurisprudencial
sobre la que edifica su construcción subjetiva la Carta de Derechos
Fundamentales no es tan sólida como parece, pues los Tribunales europeos no
hablaron nunca de la existencia de tal derecho subjetivo en la Comunidad de
Derecho que es la Unión, sino que, más bien, recurre a derechos de carácter
procedimental (como el citado de los derechos de defensa) para controlar la
actuación de la Administración europea. En realidad –como señala Azoulai– «el
término de buena administración resulta constantemente ambiguo en Derecho
Comunitario, indicando no sólo una fuente general de protección y un estado
ideal del Derecho sino que también designa una manera particular de protección
procedimental vinculante. Seguramente esta ambigüedad no está desprovista de
virtud. Surgidas discretamente en la jurisprudencia, a la sombra de garantías más
conocidas y mejor circunscritas, como los derechos de defensa y la obligación
de motivación, las obligaciones de buena administración se han beneficiado de
la autoridad de estos últimos para extenderse y elevarse en el seno del
Ordenamiento jurídico comunitario, hasta el punto que parece difícil hoy día
asignarles límites».
La Carta define con la máxima amplitud
posible a los beneficiarios de este derecho: «toda persona». No se
circunscribe, por tanto, a los ciudadanos europeos, pese a enmarcarse el precepto
en el Titulo relativo a los derechos de los ciudadanos, junto a algunos
necesariamente vinculados a la ciudadanía europea, como el sufragio activo o
pasivo. En última instancia el beneficiario o titular del derecho a la buena
administración lo es precisamente en función de ésta, es decir, de su eventual
relación con la Administración europea en la medida en que las competencias o
la actuación de ésta incidan o puedan incidir, de una manera directa o
indirecta en la esfera de las personas. Desde una perspectiva más técnica, es
lo que el Derecho Administrativo conceptualiza como interesados.
La Carta de Derechos Fundamentales,
consciente de la novedad que supone el derecho a la buena administración, se ve
impelida a desarrollar los contenidos propios del mismo. En realidad, el elenco
no es exhaustivo, pues el apartado segundo del artículo 41 se cuida de señalar
que las concreciones que lleva a cabo son algunas («en particular») de las que
incluye el derecho a la buena administración.
A continuación, este apartado segundo
afirma que el derecho a la buena administración incluye a su vez dos derechos
(el derecho de toda persona a ser oída antes de que se tome en contra suya una
medida individual que le afecte desfavorablemente, y el derecho de toda persona
a acceder al expediente que le afecte, dentro del respeto de los intereses
legítimos de la confidencialidad y del secreto profesional y comercial) y una
obligación de la Administración (motivar sus decisiones). Sin embargo, el
enunciado mismo del derecho a la buena administración, en el apartado primero
del artículo 41, contiene sendas consecuencias de ese derecho: de un lado, el
derecho a que la Administración europea trate los asuntos de toda persona imparcial
y equitativamente y, de otro, el derecho a que lo haga dentro de un plazo
razonable. No acaba aquí, sin embargo, la ejemplificación del precepto, pues
los apartados tercero y cuarto final, añaden respectivamente el derecho de toda
persona a la reparación por la Comunidad de los daños causados por sus
instituciones o sus agentes en el ejercicio de sus funciones, de conformidad
con los principios generales comunes a los Derechos de los Estados miembros y
el derecho de toda persona a dirigirse a las instituciones de la Unión en una
de las lenguas de los Tratados y a recibir una contestación en esa misma
lengua. Finalmente, no todos los derechos que una persona puede hacer valer
frente a la Administración europea son los que aparecen mencionados en el artículo
41, pues alguno muy importante, como el derecho al juez en su vertiente de
control judicial de la actuación de la Administración viene afirmado en el
artículo 47 de la Carta.
En realidad, no hay nada nuevo bajo el
sol europeo, pues la Carta se dedica aquí a reunir bajo el paraguas del nuevo
derecho a la buena administración una variedad de derechos instrumentales o
procedimentales reconocidos y perfilados por la jurisprudencia de los
Tribunales europeos o, incluso, por los Tratados constitutivos (caso de la
obligación de motivación). No es el momento de analizar en profundidad la
singularidad de cada uno de ellos, si bien es necesario exponer al menos
brevemente el alcance de algunos, pudiendo prescindir en este momento de
aquellos derechos instrumentales que se encuentran consolidados ya por el
acervo comunitario, caso de los que paradójicamente vienen explicitados por la
Carta: derecho de audiencia u obligación de motivación.
En lo que respecta a la motivación,
evidentemente la Carta de Derechos Fundamentales no ha descubierto la
obligación de motivación en el ámbito europeo, aunque sólo sea porque ya el
Tratado de la Comunidad Europea imponía esta misma obligación en su artículo
253 respecto a los reglamentos, directivas y decisiones adoptadas conjuntamente
por el Parlamento Europeo y el Consejo o individualmente por éste o por la
Comisión. Lo novedoso de la Carta radica, por un lado, en extender claramente
la obligación de motivación también al ámbito estrictamente administrativo
europeo (es decir, a toda la Administración europea) y, por otro, en la
universalidad del objeto de la obligación para la Administración pues, de la
lectura de la Carta, se derivaría que todas las «decisiones», esto es, todos
los actos administrativos europeos deberán ser motivados. Finalmente, el art.
296 del TFUE formulará la obligación de motivación con el criterio de la
universalidad de sujetos y de objeto, pues establece sin matices que «los actos
jurídicos deberán ser motivados».
En cualquier caso, la jurisprudencia ha
considerado que la motivación cumple la doble finalidad de permitir los
derechos de defensa del ciudadano al conocer los motivos que están detrás de la
actuación (normalmente el acto en que se concreta) de la Administración, así
como hacer viable el posterior control judicial de la actuación de la
Administración por los Tribunales. Según la jurisprudencia, la motivación «debe
mostrar, de manera clara e inequívoca, el razonamiento de la autoridad
comunitaria de la que emane el acto impugnado, de manera que los interesados
puedan conocer las razones de la medida adoptada con el fin de defender sus
derechos y que el juez comunitario pueda ejercer su control» [ Delacree.a. v.
Comisión , 14 febrero 1990 (C-350/88)].
El Tribunal de Primera Instancia, en el
asunto Tillack v. Comisión , el 4 de octubre de 2006 (T-193/04), estableció la
doctrina que deja clara la eficacia jurídica del derecho a la buena
administración, tal y como viene consagrada en la Carta de Derechos
Fundamentales: «el principio de buena administración no confiere por sí mismo
derechos a los particulares a menos que constituya la expresión de derechos
específicos como los derechos de toda persona a que se traten sus asuntos
imparcial, equitativamente y dentro de un plazo razonable, a ser oída y a
acceder al expediente, o el derecho a la motivación de las decisiones que le
afecten, según se recogen en el artículo 41 de la Carta de los derechos
fundamentales de la Unión Europea, proclamada en Niza el 7 de diciembre de 2000
(DO C 364, p. 1), lo que no ocurre en el presente caso».
Esta interpretación fue la seguida
posteriormente por el Tribunal de Primera Instancia en el asunto Hoechst v.
Comisión [18 junio 2008 (T-410/03)], confirmando su jurisprudencia. Como señala
el Tribunal, «el 9 de noviembre de 1998 la Comisión exponía claramente su
intención de no informar a las empresas que cooperaban con ella, y en
particular a Hoechst, de que otras empresas habían entablado contactos con sus
servicios para obtener dispensas de la multa, mientras que, por otra parte, el
13 de noviembre de 1998, es decir, unos días después, dicha institución
aseguraba a Chisso que se le advertiría en el caso de que otras empresas
intentasen adelantarla en la cooperación. Tales hechos llevan al Tribunal de
Primera Instancia a considerar que la Comisión ha violado en el presente asunto
los principios de buena administración y de igualdad de trato. A este respecto
procede subrayar que, aunque la afirmación del funcionario de que se trata en
la reunión de 13 de noviembre de 1998 no demuestra que la promesa hecha a
Chisso fuera realmente mantenida más tarde, dicha promesa constituye no
obstante una vulneración de los dos principios antes mencionados». Por todo lo
cual, «procede tomar en consideración la violación de los principios de buena
administración y de igualdad de trato en que incurrió la Comisión al aplicar la
Comunicación sobre la cooperación de 1996, violación constatada en el apartado
137 supra y que también ha sido invocada por Hoechst en su octavo y noveno
motivos de recurso. Por lo tanto, dada la importancia que tiene el respeto de
tales principios por parte de la Comisión en los procedimientos
administrativos, este Tribunal de Primera Instancia ha decidido, en ejercicio
de su competencia jurisdiccional plena, reducir en un 10 % la multa impuesta a
Hoechst».
La doctrina también ha considerado que
el derecho a la buena administración es más bien un principio o derecho
informador carente de vinculatoriedad por sí mismo. El problema radica
precisamente en haber elevado el principio de buena administración (que opera
en el plano estructural de la organización y de la función administrativa) a la
categoría de derecho subjetivo cuya invocación ante los Tribunales resulta problemática.
En última instancia, caracterizar el derecho a la buena administración como un
derecho fundamental es ignorar la distinción jurisprudencial entre derechos,
principios generales del Derecho que protegen esos derechos y principios
jurídicos que han de ser respetados pero que carecen del estatus de principios
generales del Derecho. La peculiaridad y problemática de este derecho a la
buena administración estriba en que origen no tanto jurisprudencial (esto es,
jurídico) cuanto político. De hecho, las primeras versiones del mismo hablaban
más bien de «gobernanza política», en lugar de «buena administración». Se
pretendería así la búsqueda de una legitimación político-administrativa que
había sido especialmente discutida desde la crisis administrativa de la
Comisión Santer en el 2000. En ese proceso de legitimación, la Convención
parece haber realizado una lectura equivocada o, cuando menos, voluntarista de
la jurisprudencia sobre el principio de buena administración. El resultado
final es un supuesto derecho que constituye toda una mezcolanza de derechos, de
principios generales del Derecho, de principios rectores y de meros criterios
de actuación. Una suerte de supraconcepto o, mejor aún, de término (por carecer
de contenido propio) que englobaría derechos en cuanto principios generales.
La finalidad y ritualidad de este
derecho a la buena administración es la afirmación de un conjunto de derechos
instrumentales para permitir el control de la Administración Europea. Lo que no
hace sino evidenciar la precariedad jurídica de dicha Administración lo que no
sólo va en detrimento de la eficacia de su actuación sino que sume en muchas
ocasiones a los ciudadanos o administrados europeos en la más absoluta de las
inseguridades jurídicas. Por ello, el derecho a la buena administración, pese a
todas las carencias y taras que encierra en mismo, supone la
constitucionalización no tanto de la Administración Europea como del Derecho
Administrativo Europeo. En efecto, la consagración en la Carta de Derechos
Fundamentales de la Unión Europea de un derecho a la buena administración debe
constituir el punto de partida a partir del cual el Legislador europeo dote a
la Administración Europea de un Derecho Administrativo que le sea propio y
peculiar como instrumento jurídico le permita la realización de sus funciones y
la consecución de sus objetivos.
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